viernes, 14 de septiembre de 2007

Mocos

Sobaquito frenó la combi justo frente a la entrada del club, pero la camioneta se deslizó unos cuantos metros más adelante. La tosca de la calle resbalaba bajo las ruedas y una cortina de lluvia tapaba el parabrisas. Cuando la camioneta se detuvo el Gitano bajó de un salto. Me cago en Dios, gritó en medio de la tormenta y un segundo después cerró de un portazo. Una de sus botas había alcanzado a hacer pie sobre el cemento de la vereda; la otra estaba hundida hasta la mitad en el barro.

Los tacos de Miriam sobre las baldosas se impusieron por un segundo al ruido de la tormenta. Había bajado por la puerta de atrás de la combi y, sin despeinarse, llegó a protegerse bajo el techo del club. Desde allí lo miraba ahora al Gitano que se debatía entre seguir sin su bota o quedarse allí bajo la lluvia. Tenía las piernas muy separadas y el pantalón blanco se le clavaba entre los huevos como una navaja. El jopo comenzaba a perder altura bajo el peso del agua y sobre el puente dorado de los RayBan comenzaba a formarse una gota blanca de resina de fijador que había chorreado por su frente. Sobaquito bajó y cruzó chapoteando por delante de los faros de la camioneta hasta llegar adonde estaba el Gitano. Sus manos se aferraron de la pierna y tiró hasta que consiguió liberarlo. El Gitano se zafó de su asistente con un gesto brusco y llegó junto a Miriam.

El Club Social Libres del Sur era un cuadrado de cemento con un bar al frente y la cancha de paleta detrás. Adentro estaba oscuro y olía a milanesas recién hechas. El Gitano, sin quitarse los RayBan, dejó pasar primero a Miriam y la siguió, abriéndose paso entre las mesas. Mamasa: dejá al cieguito y venite con los pibe’, se oyó desde una de las mesas de billar del fondo. Más respeto, che, pidió un viejo desde el mostrador. Después volvió la mirada hacia la pared como quien espera que empiecen a proyectar una película. Miriam sonrió y siguió su camino a través del salón. El Gitano iba detrás, con una mano la tomaba por la cintura y con la otra intentaba recuperar su jopo, ahora convertido en flequillo. La camisa roja abierta bajo el saco blanco y húmedo revelaba los primeros pliegues de un abdomen agotado. Llegaron hasta el mostrador y el viejo levantó una tapa de madera para dejarlos pasar. Atrás de la barra había un pasillo descubierto que separaba el bar de la cancha de paleta. Miriam y el Gitano apuraron el paso. Pasaron frente a un par de letrinas, esquivaron dos torres de cajones de cerveza y empujaron una puerta de chapa que daba a una pequeña habitación iluminada por el resplandor oxidado de una bombita. Miriam entró. El Gitano se apoyó en la puerta y dejó caer la cabeza entre los brazos. Tosió como un trueno. En el ruido ya se adivinaba el espesor del gargajo que un segundo después cruzaría el pasillo para estamparse en la pared de enfrente. El Gitano levantó la cabeza para observar el moco que se debatía contra el cemento en medio de una aureola fosforescente. Se pasó la mano por la barbilla y asintió. Después se dio vuelta y cerró la puerta de chapa.

El domingo estaba escuchando la radio, el programa del pelotudo este ¿cómo se llama? El Gitano apuró el vaso de Campari mientras esperaba mi respuesta. Tony Méndez, dije. Tony Méndez, ahí está -se secó los labios y manoteó una aceituna- la cuestión es que estaba escuchando y no va que llama una mina y le dice quiero escuchar la primera canción que bailé con mi marido porque hoy cumplimos 30 años de casados, entonces el pelotudo de Tony le pregunta qué canción era. Y la mina le dice El amor es así, del Gitano. ¿Te das cuenta? No sabía si el episodio lo había puesto contento o furioso, pero el Gitano no me sacaba los ojos de encima. Cerró los dedos de una mano y la acercó a la boca para escupir el carozo de la aceituna con un ruido seco. Después lo depositó en el cenicero. Y está bien, murmuré. En cuanto terminé de decirlo supe que me había equivocado. ¿Qué está bien, nene? ¿Qué está bien? Un carajo está bien. Por un momento pensé que se iba a levantar y me iba a agarrar de las solapas para sacudirme como a un muñeco de estopa. Pero en lugar de eso el Gitano bajó la vista y se puso a sacar un cigarrillo del paquete con la calma del viajero que ya se pasó de su parada. Entre el humo de la primera pitada volvió a clavar sus ojos en los míos. Las palabras brotaron como salidas del fondo de una caverna. Era una vieja chota, nene.

Torito