lunes, 29 de junio de 2009

Michael Jackson reencarna para bufarrear a tus pichones



Pd: Disculpen a la pelotuda que arruina el video. Lamentablemente, el pajarraco no es venenoso.

sábado, 9 de mayo de 2009

Kagate Pis



¡¿Qué le pasó a mi amado Daniel LaRusso?! Como bien lo denunciara en su momento mi amigo Julio Grassi, alias el cura San Bufarra, el comegatos del Señor Miyagui en su momento tuneaba a Karate Kid con un coctel basado en hamburguesas Barfy, alfajores Dieguito (sí, los que promocionaba el 10 entre talco y talco) y aceite de Fiat Siena.

Y así fueron las consecuencias: Karate Kid ya no puede dar ni una vuelta carnero sin que se le escape un Exocet de la escotilla cacal. Y su perforador de madrigueras femeninas sólo levanta la cabeza los días que hay paro bancario en Mar del Plata.

Chino: Le cagaste la vida al pibe que nos enseñó que podés ser un pelotudo bárbaro, no tocarle la goma ni a tu prima, andar en esas estancieras yanquis de formica sin que te salga una úlcera en la mira del cortasoretes, pero que aprendiendo dos patadas boludas y enroscándote un repasador en el marote le hacés roncha a cualquier trava camorrero de Constitución.

Nos arruinaste la madurez, vietnamita del orto. Que no te tengamos a mano, porque en la primera de cambio te vamos a meter una grulla en el upite para que te limpie el termostato...

sábado, 21 de febrero de 2009

Nelson, “el mendigo investigador”* en: “Zarpado, loco...” (Una historia negra y despareja -como la cotorra de tu vieja-)


*Aclaración inicial: Por respeto a la naturaleza fétida y desnutrida del personaje, por favor evite bañarse o comer durante la lectura del presente texto.



15 de noviembre y Saenz Peña. Barrio porteño de Constitución. 4 p.m. (de la tarde, o sea, pajeros). Dos paraguayos con politraumatismos de cubito y radio intentan abandonar el guaraní y ensayan un castellano bastante inca. “Eh, loco, ¡pelá el rintón del celu!” “¿Cuál, barrilete?” “El del Puma, gato negro, ñandubay... el del Puma”. “Pará, qué batís, garrapiñada, aguará guazú, a ver si el rati se aclara que el celu es encanutado...”. “Pero dame, playmobil, vas a ver cómo se lo hago sonar en la trompa a ese caburé”.

“¡Agárrense de las manos! ¡Unos a otros conmigo!”, chilla el Puma Rodríguez desde el parlante del Nokia. El primer cana que cruzan apenas los mira de reojo: está entretenido reventando el mantecol de pus que una dominicana en silla de ruedas luce entremedio de las cejas.

Pero al toparse con un segundo uniformado algo sucede: el policía pone los ojos en blanco. Se baja el cierre del pantalón y con la mano izquierda se tira la pielcita hacia atrás para luego pegarse un buen apretón de ganso. Enseguida, toma el bastón de goma con la derecha, lo embadurna con un buen gargajo post superpancho con lluvia de papas, y procede a enterrarlo hasta el mango en su propio ojete.

Un segundo después, el cana salta encima del paraguayo del Nokia, quita con suavidad el pantalón corto (marca “Pony”) del pariente de Chilavert, le baja el calzoncillito rojo y, tras pedirle amablemente que coloque las manos en el baúl de un Ford Escort Cabriolet, se encarga de abrirle los cachetes del culo con los dedos para luego –pollo post pancho nº2– apoyarle el glande morado de tantas pulseadas y empujar con furia al grito de “ponelo en segunda y largá el embrague despacio, reverendo hijo de mil puta; yo te impulso pero vos no aceleres que sino se ahoga, soberano zanjudo”.

Para cuando el comisario Singollete aterrizó en la esquina el agente ya había escrito, con el revés de la poronga, “Leche La Vascongada auspicia esta acabada” en la espalda del ex guaraní. “‘Bebe’ Mario, formate”, gritó el oficial. Nada. El uniformado ahora subrayaba la frase lechosa con un hilito hijo de un sobrante de guasca. Ya iba por “Vasc”. “Sargento Juan Carlos ‘Bebe’ Mario, fórmese”. Nada.

“‘Bebe’ Mario, ¡¡soltá el culo de ese cristiano!!” Nada. “Cabo Forúnculo, páseme el arma y la bala de plata. A ver, Bebe, o soltás al amerindio o te arranco un huevo de un cuetazo”. Nada. “Vos te lo buscaste, violín”. ¡Pá! (sí, es un tiro, forros). Medio gramo de testículo bien peludo pasa a incrustarse en la encía de una vieja manca que ofrece, sobre la vereda de enfrente, “la boleta ganadora” de la Solidaria. El Bebe Mario parece despertar de un sueño...

“¿Otra vez dándotela de violeta?”, lo interrogó Singollete. “Le juro que no sabía lo que hacía, comisario. Lo último que recuerdo es haber escuchado ‘agárrense” y luego vi todo blanco”, se justificó el policeman. “Siempre la misma excusa, Bebe ¿acaso no te sirvió el tratamiento? ¿no te dejamos bombearle caldo de la vida a 10 travestis con HIV como pediste?”, la siguió el oficial. “Sí, señor”. “¿Y así nos pagás, hijo de remil puta?” “Pero es que no puedo sacarme la imagen y la palabra de la cabeza, señor...”. “Mirá, Bebe, a cualquiera le puede pasar lo que sufriste vos, ¿sabés la cantidad de chilenos que conozco a los que se los empernaron los titulares y el banco de suplentes de la cuarta de Quilmes?” “Bueno, pero yo escuché ‘agárrense’ o algo parecido y... me saqué”. “No deberías, soberano degustador de almizcle humano, uno usa todo el tiempo el verbo agarrar y...”.

Un rayo atravesó la frente del Bebe Mario. De un saque le voló la gorra a Singollete, lo colocó de espaldas y con las patas separadas contra el Escort Cabriolet, se tiró para atrás la pielcita y volvió a acogotarse el ganso. ¡Pá! ¡Pá! “¡Soltalo, aspa de perro! ¡Soltalo!”. El cabo Forúnculo había reaccionado a tiempo. El Bebe estuvo a un milímetro de perforar la fábrica de plastilina marrón de Singollete. Al compás de los balazos una rodaja de oreja fue a parar al fondo de un horno que en ese momento cocinaba chipás. Las dos municiones de plata habían dado justo en el mismo lugar...

“Se acabó, Mario. No podés estar solo. A partir de ahora vas a ser subalterno de alguien...”, ladró el comisario. “¿De quién?” Singollete se detuvo un momento. Meditó. El cabo Sanagoria ya le había devuelto las llantas de la Fiorino que el oficial se encanutara durante un operativo en el cotolengo “Don Mogólico” de Ezpeleta. El teniente Musaraña hacía tiempo que no le ponía un chorro de colitis al termo con agua caliente en el que todos tomaban mate. Y el sargento Hantavirus había jurado que nunca más le pegaría cinta scotch entre los pelos del ano para después sacarlo de la siesta con un arrancón de pendejos. No. Nadie le debía nada. “¿A quién puedo enchufarle el Bebe Mario?” Sonrió. Singollete apretó el culo. Y sonrió para adentro.

“La Playstation se la envuelvo para regalo, señora?” “Ay, sí, por favor, no sabe la sorpresa que se va a llevar mi hijo”. “Y... vio, los chicos son fanáticos de estas cosas...”. “Ay, sí, ni me diga, Gimonte se pasa horas y horas con su balero o jugando a la payana con los dientes que ya perdió la nona. Imagínese cómo se va a enloquecer con esto...”. “Me imagino, señora, estos chicos de hoy ¿qué edad tiene el suyo?” “Ay, mi Gimonte tiene 35 pero parece de más: cuando tenía 5 añitos lo atacó una bandada de Benteveos en celo y tuvimos que darle cirugía para salvarle el ojo, y conectarle también un termostado de Taunus para bajarle la fiebre que le causó la infección. Desde entonces está siempre en casa, pero desde su silla de ruedas no sabe cómo nos alegra la vida... ¡se manda cada coleadas en el piso encerado! ¡Se re zarpa tirando cambios en el comedor!”

“Me imagino, señora. Espere que ya vuelvo...”. Pasan tres pedos sordos (parámetro nelsoniano para medir el tiempo. Un pedo sordo = 3 minutos). “Bueno, señora, ¿quiere que le abra la caja así comprueba que está todo?” “Por favor”. “Mire, está tod... pero ¿qué es esto?” Las manos del vendedor dan con un líquido espeso y viscoso que aparece derramado dentro de la caja. “Pero...”. El boludo se huele las manos... “¡Esto es vómito!” De comedida, la señora introduce una mano de uñas pintadas para hacerse con el control de la Playstation: un pedazo de milanesa aparece incrustado entre las teclas “power” y “stop”. El equipo flotaba sobre un lagunón de fideos dedalito recién devueltos y jugo Zuko de mandarina.

Otra vez. Era la cuarta en un mismo día. Primero había sido un lavarropas con una pizza Ugi’s pegada en el tambor. Luego, una computadora con un calzoncillo cagado trabando la grabadora de DVD. Por último, un aire acondicionado que cuando resultaba encendido largaba un insoportable olor a huevo podrido. Ahora era el turno de una videoconsola recontra vomitada. El vendedor tomó un micrófono. “Vayan al depósito: parece que el croto se volvió a meter y el muy devorador de mancuernas carnosas está acampando entre los electrodomésticos”.

Nelson miraba el noticiero de Canal 7 en un televisor plasma de 40 pulgadas cuando el primer manotazo le sacudió los pelos. “Pará, loco. Que el champú Valet no me lo regalan y hoy tengo que ir peinado a un encuentro de hemofílicos”, alcanzó a chillar. Dos pedos sordos después aterrizaba sobre una pila de telgopores y los restos de un caballo muerto que yacía en la vereda del Frávega de Caballito.

Así lo encontró Singollete: chupando el intestino grueso del equino a medio podrir. “A vos te estaba buscando, masticador de requesón humano en tabletas”, lo saludó el oficial, acompañado por el Bebe Mario. “No me distraigas, agitador de mamaderas masculinas. Me agarrás elongando...”, se atajó el miseria. Para qué... El mendigo investigador no había alcanzado a hacer pie cuando el Bebe Mario le cayó encima. Rápido de manos, con dos dedos intentó arrancarle la manguera con la que el pordiosero se ajustaba las tiras que tenía puestas como pantalón. “¡Qué hacés, hijodepu!”, bramó Nelson, en pleno forcejeo. ¡Pá! Un balazo se incrustó en el tabique del Bebe Mario. El sargento se quedó quieto. De pie. “Sorry”, murmuró.

Singollete respiró profundo. “Ahora sí, crotija –escupió– te traje a éste para que te acompañe en una investigación. Los necesito a los dos, pero ojo que está totalmente chapa. Le decís lo que comentaste recién y te cose a vergazos así que, otra vez, ojo”. “El ojo te bauticé a base de soluciones lácteas, simulador de macho. ¿Por qué lo tengo que aguantar”, protestó Nelson. “Porque yo lo digo, y no te hagas el pitufo gruñón o hago que dejen de darte los bordes de fainá podrida que descartan en La Continental”, lo amenazó el comisario. “No me podés obligar, tragasable. No te olvides que sé en qué piletita hace natación tu nena, y también que tiene un don para revivir con la lengua cualquier gusano humano muerto”, la siguió el mendigo investigador. “Mirá, amansado a hambre, esto es por una misión y nada más. Yo te aliviano el laburo y vos me hacés un favorcito”, replicó Singollete. “¿Y de qué es la misión?”, se interesó el ciruja.

“¿Ubicás la iglesia ortodoxa que está frente al Parque Lezama?” “Claro, bicicleta con suerte (aclaración nelsoniana: porque no pincha nunca...), ahí laburaba un mormón que andaba muy débil de la lengua y al que un día le di varios masajes con mi tubo de carne hasta que dejó de hablar con la ‘z’”, precisó el croto. “No me interesa, muelas podridas. El tema es que apareció un quemado que va a la iglesia cuando los rusos esos hacen misa y, según parece, el tipo espera que los curas estén agachados para mandarles una mano por debajo de la sotana y luego tirarles los pelos de los huevos”. “Zarpado, loco”, pronunció Nelson. “Y eso no es todo: ese hijo de peronistas siempre termina el ataque metiendo el dedo gordo de la mano en el santo ojete de los párrocos”, completó el oficial.

“¿Y a los curas no les gusta eso?” “¿A vos qué te parece, hijo de mil puta?” “Y... que sí tendría que gustarles: un tarugo con una uña que te viboree a través de las enredaderas cacales no se consigue todos los días, che”, explicó el mendigo investigador. “Salí de mi vista y llevate al Bebe Mario ¿querés?” “Bueno, pero en cuanto encuentre al catingudo ese te aviso. Así me traés a tu viejo para que le empome la encía con mi corega. Ahora, ¿el loco medidor de gasoil con la cutícula tiene alguna seña en particular?”, interrogó Nelson. “Ubicarlo es tu laburo, aplastado. Sólo te puedo decir que una vez que morronea (no confundir con “marronea”) a un siervo de Dios el degenerado se despide con un ‘Padre, usted ha pecado: tiene el moño roto y recontra cagado’”, informó Singollete.

Nelson y el Bebe Mario rajaron para el Parque Lezama. A pie, claro: el remisero que los llevaba los había dejado a gamba tras comprobar que el croto había usado la foto de su abuela en silla de ruedas –que llevaba en la guantera– para reventarse los granos de un sarpullido verdoso que le había salido en el prepucio. En cinco pedos sordos llegaron a las escaleras mugrientas de la iglesia. “Qué hacé, Dió’”, saludó Nelson –vómito mediante– a la estatua de un barbudo que en la mano derecha cargaba una bolsa de pan lactal Bimbo y con la otra se abría el agujero del pito para mostrar el tunel oscuro que precede a la santidad.

“¡Quemado, ese no es el Jesús!”, lo espetó el Bebe Mario. “¿Ah no? ¿Y entonces quién es?” “Es un boliviano vendiendo panchos que se durmió contra la pared porque se ve que se le bajó la presión, palangana de esperma”, ladró el sargento. Dentro de la arquidiócesis, la ceremonia comenzaba... Un viejo muy parecido a Leonardo Favio, con la cabeza semicubierta con un cancan negro corrido y una botella de aguarrás en un puño procedía a bautizar a un militante del PO, una peruana con cáncer en la nuca y un Fiat Vivace restaurado con motor gasolero.

Entre los asistentes, todos en cuclillas y expectantes ante cada movimiento de la botella de Leonardo Favio, no se apreciaba nada sospechoso, a no ser por una gorda que aprovechó la ocasión para –siempre agachada– correrse a un costado la bombacha percudida de tanto flujo rancio y, previo “te alabamos Señor” casi a los gritos, procedió a echarse un tereso negro y duro como el paragolpes del Vivace que estaban bautizando. Como tonteando la gorda tomó el borde de una cortina bordada con hilos de oro y, apretándosela contra la zanja, primero ahogó un pedo y luego se pegó una felpeada que transformó a la tela sagrada en un chiripá desbordante de chococrispis (de Kellogs, claro).

“Y con este manantial que es amor del amor, agua del agua y vejiga de la vejiga, te liberamos de las tinieblas que te han recubierto las partes blandas de la eternidad y saludamos tu ingreso en la luz que cura”, chilló el padre Favio, para después levantarse la sotana, pelar un maní copiosamente peludo, y pegarle una buena meada al parabrisas del nuevo gasolero. Conforme al ritual, un monaguillo se sentó al volante del Fiat, giró la llave, y pisó el acelerador de la máquina como para que la parroquia quede bien ahogada de humo gasolero y los curas terminen escupiendo mocos negros por el hollín fumado entre acelerada y acelerada. El humo, precisamente, pareció ser la señal. Como salido de un cuento de Aldo Rico, un anciano revoleó a la mierda su bastón –modelado en madera de sauce llorón– y se abalanzó sobre Nelson, que seguía atento la ceremonia. Con la agilidad de un chingolo (o nicolito) en celo mandó una mano por debajo del pantalón cagado del croto, pegó un tirón y, enarbolando un mechón de pendejos coronado con un cacho de piel de huevo, aprovechó el envión para enterrar una uña en el ojete aceitoso del mendigo. Grave error: ya despierto por el tremendo arrancón de lanas pelotarias, Nelson intuyó la segunda parte del ataque y preparó una contra inesperada. Haciendo fuerza como para contener al más violento yaciretá de colitis, el mendigo cerró el opi hasta inmovilizar el dedo del contrincante.

Así lo tuvo por un pedo sordo. Desesperado, y en tanto se despejaba el humo de las aceleradas del Vivace, el viejo comenzó a mover el dedo para tratar de safarse. Nelson apretó la virola con más fuerza. El Bebe Mario, mientras tanto, estaba compenetrado con el Fiat y pedía a los gritos “pisálo más, pendejo, que el escape de esa nave te prende fuego una papelera”. Cada vez más sacado, el anciano puso dura la uña y la deslizó hacia delante y hacia atrás. El movimiento no le movió un pelo sucio al mendigo investigador, que para entonces ya había llamado a la caballería intestinal... y, mientras aprisionaba el dedo, en su interior se lo iba untando de cacona recién amasada. Pero el ir y venir de la falange comenzó a gustarle croto. Es más, la cola poco a poco empezó a generar un aceite Patito que hizo la cosa más placentera. Sí: Nelson había caído en la trampa del placer. Y ahora no sólo trababa el dedalito del viejo: se lo estaba recontra cojiendo.

Pero todo momento feliz tiene su final. En una de las idas y vueltas del dedo, el anciano aprovechó el momento de goce del ciruja para pegar un fuerte tirón. La uña salió cargada con un confite del tamaño de un alfajor Fantoche de chocolate triple. El Vivace ya no aceleraba. Y los párrocos enderezaron el cogote para ver cómo el viejo emprendía el pique hacia la vereda.



A dos pasos de la puerta, el anciano giró la cabeza, miró a Nelson, que ahora yacía en cuatro patas y ya que estaba se había dispuesto a poner un huevo fecal para que los curas lo empollen en sus narices, y lanzó un ‘croto hijo de mil puta, usted ha pecado: tiene el moño roto y con su aro de mierda me ha agarrado’. La última palabra le costó la huida. Impulsado como si alguien le hubiese apoyado una pava caliente en el glande, el Bebe Mario saltó encima del viejo, lo agarró de un brazo y, tras hacerle apoyar las manos en el radiador caliente del fiturri, le bajó el slip con un escudito de Temperley para empezar a bombearle aire con su matafuego polinizador.

Para cuando llegó Singollete, el anciano ya se había comido 107 puñaladas de carne y había engordado 8 kilos por la cantidad de guasca que el Bebe Mario había vertido en su silo intestinal. ¡Pá! Una tetilla del sargento aterrizó en la taza que acumulaba las hostias. “Buen trabajo, mogólicos”, los felicitó el oficial. Nelson, mientras tanto, olía la cortina con la que la gorda se había despejado el sócalo. Sin pronunciar palabra, pidió lápiz y papel a un cura. Escribió algo y se lo entregó a Singollete. “Por favor, leelo cuando ya no esté. Es importante para mí que lo sepas”, dijo el mendigo quien, solemne, cortó el pedazo de cortina cagado, lo dobló y ató a una de las tiras de su pantalón. Singollete y el Bebe Mario lo vieron perderse rumbo al Parque Lezama. “Este mugriento es sorprendente”, dijo el comisario, en voz alta. “Sí, la verdad que el tipo te la re pone siempre”, avaló el sargento. “Ahora, qué raro lo de esta nota. A veces sale con un lado sensible que me descoloca”. “¿Y por qué no la lee en voz alta, comisario? A mí también me dio curiosidad”.

“Bueno, a ver: ‘Mi detestable Singollete: déjeme decirle que la misión fue todo un desafío para mí y que espero que aunque no se lo merezca, ojalá esto le signifique un aumento de sueldo o algo así. Mientras tanto, yo estaré rogando por un cacho de fainá en La Continental. Pero no tengo nada contra usted, jajaja. No me la voy a agarrar con...”.

“Pará, ¡qué hacés, Mario! ¡Mario, qué hacés! ¡Soy tu superior, recontra hijo de mil puta! ¡Mario! ¡Soltáme el pantalón! ¡Mario! ¡Marioooooooooooooooooooooooooooooo!”



Bicho Moro

lunes, 19 de enero de 2009

Batman Reinicia...

La mano venía brava para Batman. Primero, se había pasado de rosca con la degustación de un vino patero que Patoruzú había organizado en el Sindicato de la Carne de Trenque Lauquen. El encapotado cerró la noche a los rodillazos con Germán Krauss.

Un mes más tarde, Batichatrán aparecía muerto en la estación Piedras de la Línea A de subtes con una lata de corvinas negras a medio comer incrustada en el opi.

Después, las fotos comprometidas que el espíritu de Leonardo Simon le tomara durante la boda del Enano Garrison con Thelma Biral, y en las que aparece a los besos con Robin, habían sido tapa de la revista Somos.




Más tarde, el accidente con el Gacel comprado en el Plan Canje del 2001 que terminó por dejarlo postrado en la batisilla. La misma época en la que trabó amistad con Carlín Calvo y Gabriela Michetti, que por entonces se ganaba la vida como empleada de la desaparecida Manliba...


Enseguida llegó la recuperación. El proceso de rehabilitación junto a la hermana tortillera de Vilma Ripoll. Las sesiones para acomodar el intestino y así poder tirarse peditos afinados en La Mayor junto a Charly García.

Y, por fin, la oportunidad de reivindicarse. Los archivos que el comisionado Boy Olmi le acercara con el fin de devolverlo a las fuerzas del Bien. Todo sumado la dificultad para responder a la batiseñal. Ponerle más líquido de frenos al batimóvil. Cambiar el tapizado del Gacel...


Al final del día, el problema de la misión trunca. Por un puto archivo Word que nunca abre. Por eso, Batman eternamente. Sí, Batman vuelve. Pero ahora. Más que nunca. El encapotado cierra todas las ventanas. Apaga la imagen. Acalla los sonidos (del Winamp).

Atenti.


Batman Reinicia...