martes, 11 de diciembre de 2007

Nelson, “el mendigo investigador”* en: “Qué hacés, loco...” (Una historia negra y despareja -como la cotorra de tu vieja-)



*Aclaración inicial: Por respeto a la naturaleza fétida y desnutrida del personaje, por favor evite bañarse o comer durante la lectura del presente texto.


Colegiales. 9 y media de la noche. “Che, Robochongo, ¿vos le diste el postre a los viejos al final?” “No, boludo, ahora se los enchufaba ¿por?” “Porque fui a la cocina y no hay nada, salame”. Un alarido interrumpió la conversación. A metros de ahí una anciana con artrosis luchaba por quitarse de encima un bulto negro que, dueño de un penetrante olor a culo, agitaba en su mano derecha un Sandy de vainilla.

“Dale, vieja canuta, sacate la encía de madera esa que tenés y sopleteame el picaporte de cuero”. Era Nelson, el mendigo investigador, que una vez más se había colado en una geriátrico para tratar de empomarse alguna abuelita con alzheimer.

“¡Hijo de puta, dejá a Doña Rosa!”, chillaron los empleados, para luego abalanzarse sobre el indigente. “Atrás, soplanucas”, los paró en seco el mendigo. “Miren que esta manguera tiene bichitos...”, amenazó el croto, al tiempo que blandía un pito cubierto de picotazos de paloma y polenta Favorita seca. Luego, y tras afanarse el calzoncillo boxer de un viejo que, cagado, hablaba solo en un rincón, Nelson corrió hasta un ventiluz para después ganar la calle.

“Mala noche para clavarme un pendejo”, pensó. “Mejor me hago una escapada hasta Villa Urquiza, a ver si alcanzo a ver cómo los milicos cagan bien a palo a algunos peruanos y paraguayitos”. Caminaba ya por ese barrio cuando, tras pararse a chupar un cajón de pollos abandonado debajo de un Peugeot 504, escuchó un tiro. Y otro. Otro. Otro. Dos disparos más.

Al toque, un par de encapuchados salen de una despensa peruana y se suben a un Fiat 128. Griterío. Una boliviana embarazada rompe bolsa en medio del caos. Y Nelson que, oportuno, junta las manos entre las piernas de la mujer al grito de “no desperdiciemos ni una gota, que este juguito tiene todas las vitaminas, mami”.

Sí: habían ejecutado a una pareja de precolombinos. Los dueños de la despensa “Cabeza de Inca”. Pero la cosa no iba a quedar así. No señor. “Pasáme la Katanga”, arremetió Nelson, para enseguida robarle la zanelita y el celular a un delivery de Solo Empanadas que justo pasaba por ahí.

Acelerando a fondo, al tiempo que aprovechaba para rascarse el culo con el asiento del ciclomotor, el mendigo investigador se dispuso a rastrear a los delincuentes y, de este modo, resolver un nuevo caso.

Su sentido del olfato -capaz de ubicar a una enana menstruando en 10 km a la redonda- y su habilidad para reconocer huellas lamiendo cada charco al costado del cordón de la vereda lo llevaron hasta las puertas de la villa 1-11-14, en el Bajo Flores.

El mendigo investigador sabía que sólo tenía dos opciones: o se metía en la villa, buscaba a los malhechores y resolvía el caso, o apoyaba la moto contra una pared, se echaba una buena cacona en la puerta de una casa linda, y luego se tiraba a torrar un rato.

Hizo fuerza: no, no tenía ningún sorete en la puerta. Había que resolver el caso. Palanqueó el acelerador y penetró en las calles de tierra.

Tras sortear un bebé ahogado en una zanja -y a un pendejo rumano que, mientras tocaba (mal) el acordeón, era garchado de parado por un travesti salteño- Nelson dio con un iglú de barro en el que ubicó al Fiat 128 que viera en Villa Urquiza. “Es acá”, pensó. Se acercó a una ventana y miró hacia adentro: en el lugar, 6 peruanos en pelotas desarmaban un calefactor Orbis Calorama para venderlo por partes y, al mismo tiempo, embolsaban cocaína en cajas de tampones “o.b.” tamaño “ranura de gorda justicialista”.

“A ver, pijas infantiles: dénme la merca y quédense quietitos”, los desafió, desde la puerta, el mendigo investigador. Empuñaba algo que los peruanos en la oscuridad no podían distinguir. Parecía un arma... pero en realidad era un sorongo duro de perro salchicha. “Vos y vos: vengan para acá. Veo que tienen todos los dientes ¿eh? y eso me gusta... con cuidado, quiero que empiecen a lamerme bien el upite”, los humilló el indigente.

“Así, así... que hay un cascarón que no me puedo despegar y últimamente me cuesta mover el vientre como a mí me gusta”, comentó. Iba por el cuarto peruca cuando, inesperadamente, la punta de una aguja de tejer le pinchó el huevo izquierdo. “¡¿Qué hacés, loco?! ¿Por qué me pinchás la hernia que tengo al lado de las bolas?”. Nelson giró la cabeza. “¿Vos?”. “Sí, yo”. Era Doña Rosa... la anciana con artrosis que el croto había intentado manosear horas antes en Colegiales.

“Y ahora, negro de mierda, estos indios toltecas que responden a mi mando te van a perforar el ojete por haberme afanado el Sandy de vainilla”, siguió la anciana. Nelson razonó: “Esta vieja conchuda maneja un grupo de narcos que asesinan gente por deudas de falopa y tráfico de perucas pichones. Y se la pasa rascándose la argolla en el geriátrico para disimular”.

Eso pensaba el mendigo investigador cuando el primero de los peruanos le apoyo el pito en la oreja. Y cuando se acercó el segundo con intenciones de serrucharle el zócalo, Nelson vio un detalle que podía ser su salvación: el indio estaba circuncidado.

“¡Peruano judío!”, chilló con todas sus fuerzas. “¡Peruano judío!”. Sorprendidos en un principio -pero enseguida enervados por la novedad- el resto de los cobrizos se lanzó sobre el hebreo disfrazado de inca para comenzar a patearlo en el suelo. Incluso Doña Rosa se colocó sobre el peruano para, luego de levantarse la pollera, mearlo al grito de “tomá, Telerman de mierda”.

Rápido de reflejos, Nelson sacó el celular que llevaba oculto en una de sus alpargatas agujereadas y marcó el yanqui 911. Dos segundos después, un patrullero comandado por el comisario Motorola caía en el lugar. Era el fin...

“Mugriento del orto: felicitaciones. Una vez más, tu olor a osamenta de loro –y no ese teléfono de mierda que ahora te estás metiendo en la cola– nos guió hasta acá y pudimos dar con estos negritos”, lo palmeó el oficial.

“Quedate tranquilo que en un rato le metemos picana en las pelotas a estos chinos negros y un poco de corriente en cada teta a la vieja y vas a ver como saltan las pruebas...”, agregó.

“Un placer ayudarte, degustador de porongas. Y ahora rajo, que vi un perro muerto acá a la vuelta y no quiero que estos villeros de mierda me choreen la carnecita”, se despidió el mendigo investigador.
Ya subido a la zanelita, Nelson saludó con un chorro de meada que bañó el parabrisas del móvil policial. Y tras pegar una acelerada a fondo, estiró el brazo para robarse una garrafa que, conectada a una pantalla, calentaba el interior del hogar para enfermos de SIDA “Eso te pasa por cojer sin forro, pajero: ahora te morís”.



Bicho Moro

martes, 13 de noviembre de 2007

Humo

En la cancha de paleta del Libres del Sur una atmósfera dulzona reemplaza el olor a milanesas. Desde una punta del salón la vieja máquina de humo larga una columna de gas que se esfuma al llegar al centro, justo bajo la bola de espejos. Algunas luces rojas y un par de reflectores amarillos alumbran la barra de tablones y caballetes improvisada junto a la entrada. Contra la pared del fondo está el escenario, apenas unos peldaños de madera calafateada. El resto es oscuridad. Cerca de las paredes se acumulan algunas mesas con sillas traídas del comedor del club. La pista está vacía pero en los parlantes se adivina la percusión de alguna cumbia, lanzada como para matar el tiempo.

El Palanca está metido detrás de un biombo, justo al lado del escenario. Tiene una consola plateada marca Hitachi, conectada a una bandeja de doble casetera y una de CD que casi no usa. Es que acá salen mucho los enganchados viste, y eso con el compacto no lo podés hacer, no te queda igual. Yo grabo todos los temas en la semana y hago los enganches a mano. Vas bajando el volumen desde la consolita y cuando está justo, largás la pausa y empezás a grabar el otro encima. Arranca bajo, pero después lo normalizás. Sobre la mesa hay dos cajas Citacrom con más de cien casetes cada una. Negras, de cuerina, con los espacios para las cintas separados por pequeñas solapas de plástico. Los lomos de los casetes con los títulos escritos a mano en marcador negro parecen jeroglíficos a la luz del spot.

Empecé vendiendo discos en las milongas hace 20 años y mal no me va, dice el Palanca. Después se vuelve a poner los auriculares, mira de reojo. Su mano hace escalar el botón rojo y un rocanrol de Los Tammys invade el salón. Al fondo, un pelado y una mujer de rulos se levantan y corren hacia el centro de la pista.

Miriam apaga el secador de pelo, el Gitano está casi listo. Se mira al espejo, agita la melena y se retoca las patillas con un gesto automático. Después se agacha para mirar por un agujerito que hay en la pared. La puta que lo parió, no vino nadie. Miriam se da vuelta y guarda el secador en su bolso. No vino nadie, repite el Gitano sin despegar el ojo de la pared. Es temprano, susurra Sobaquito que acaba de entrar, pero él no lo escucha. Encima pusieron a andar ese humo de mierda que me seca la garganta. Vuelve a la silla y enciende un cigarrillo. Avisale al Palanca que fumo este y salgo, anuncia sin dejar de acomodarse el pelo frente al espejo. Sobaquito se refriega las manos. Recién estuve con él, dice que esperes, falta que lleguen las chicas. El Gitano gira en su asiento y me mira. Estoy en un rincón oscuro, no sé si alcanza a ver mis ojos, pero igual bajo la mirada y hago foco en el cemento alisado del piso. Las chicas se quedaron en casa, con esta lluvia de mierda tienen miedo de resbalar y que les salga la prótesis de la cadera. Miriam larga una carcajada que estalla contra las paredes desnudas. Levanto la cabeza y me encuentro la cara del Gitano congelada en el espejo.

A mi edad no puedo aspirar a garcharme una pendeja de veinte años, aparte que no me da el cuero ni con la pastilla ¿me entendés? Pero una de cuarenta estaría bien. El Gitano apoyó los bazos en la baranda y miró hacia el río. Era domingo en la costanera de Quilmes. Igual es al pedo, con los quilombos que yo tengo, capaz que conozco una mina y la dejo plantada en la puerta del telo. ¿Y tu ex?, pregunto. Esa hija de puta me dice que si me ve con otra se tira por el balcón y yo sé que lo hace. Vive en un piso 11, pero la muy conchuda seguro que no se muere: queda paralítica y yo la tengo que bancar. Tampoco se va a tirar, arriesgo. El Gitano gira hacia mí y se acomoda los RayBan. Vos no la conocés. Una vuelta, cuando estaba embarazada de Rominita, a mí se me hizo tarde en un recital y ponele que tenía que volver a las 2 y volví a las 4. Llego re mamado, abro la puerta, un olor a gas insoportable. Voy a la cocina: el horno y todas las hornallas abiertas. Y la hija de puta tirada en la cama, medio desmayada, me dice: tu hija y yo te estábamos esperando, llegaste tarde. Desde esa vez, la cagó del todo. Vos me vas a decir que soy un animal, pero para mí que le quedó la cabeza llena de humo.

Torito

martes, 23 de octubre de 2007

Nelson, “el mendigo investigador”* en: “Yo no me lo tiré, loco...” (Una historia negra y despareja -como la cotorra de tu vieja-)



*Aclaración inicial: Por respeto a la naturaleza fétida y desnutrida del personaje, por favor evite bañarse o comer durante la lectura del presente texto.


Los dos tipos revisaron todo: la puerta de chapa del galpón, el volquete en el que dormía una familia de peruanos con tuberculosis, el asiento trasero de un (Jean) Renó 12 abandonado, y nada... Imposible ubicar el origen de ese terrible olor a placenta podrida. Por fin, volaron cuatro cartones de un rincón y, chupando la suela de una zapatilla Flecha, Nelson saludó con un “Guén día, manga de trolos” para, enseguida, reventarse un grano del codo con los dientes. “Qué hacemos ¿lo cagamos a patadas o traigo al perro para que se lo serruche?” preguntó uno. “¡Tas mamado! Mirá si al Toby lo voy a obligar a que se culee a este mugriento... Trae el bidón con kerosene que lo voy a dejar como vela de cumpleaños a este negro de mierda!”. Rascándose los testículos con una tapa de coca-cola, el mendigo puso las cosas en claro: “Miren, pijas de adorno, yo no quiero drama. Si me dan laburo con ustedes, no les lleno el culo de lechita. Sino, me los emperno”.

Aputasados por la sugerencia, los dos tipos decidieron contratarlo (a ver si todavía el croto se los marroneaba y, encima, les gustaba) Una hora más tarde, Nelson ya manejaba el rastrojero de “Fletes Matraca”. “Escucháme, muerto de hambre: ahí atrás tenés un pedido, lleválo a Sarandí 438. Y ojo con mearme el asiento”, le marcó uno de los tipos. “Listo”, dijo Nelson y, disimuladamente, se bajó el pantalón para, ya desprovisto de calzones, empezar a rascarse el culo con el asiento de cuero. “Vas a ver el perfumito a catinga que te voy a dejar”, pensó, para después enganchar primera y tirar a la mierda el carro de un cartonero que, justo en ese momento, se retorcía en el piso y vomitaba espuma producto de un ataque de epilepsia imprevisto. Al llegar a destino, una mujer montada en una mountain bike que, como haciéndose la boluda esperaba en la vereda, le cortó el paso: “Lo que traes es para mí, baranda a mierda. Dame el paquete con las tripas”. “Pará, pará, malcojida... me tratás bien o pongo dura la garcha y te embarazo, ¿estamos?”, clamó Nelson, ya con el pito negro de sarro entre los dedos. Tras pensarlo dos veces, la mujer pidió disculpas y se acercó al rastrojero.

“¿Se puede saber qué tiene el paquetito?”, consultó el mendigo investigador. “Nada que te importe, croto de mierda”, rió la mujer y, tras subirse a la bici, salió a los pedos por pleno Sarandí. “Esta no sabe con quién se metió”, masculló Nelson y, rastrojero en tercera, procedió a seguir a la mujer por la calle en cuestión. Luego de seguirla unas cuantas cuadras, el mendigo investigador comprobó que la tipa encaraba a fondo la vereda y, tras esquivar una toallita femenina que, ensangrentada, estaba siendo chupada por 4 chicos con Síndrome de Dawn recién escapados de un reformatorio, se metía con bicicleta y todo dentro de un típico mercadito coreano franqueado por rejas celestes. Luego de escupir un jugoso garso por la ventanilla, Nelson bajó del rastrojero y se acercó a la caja del super “El Vietnamita hemofílico” para hacer averiguaciones. Al instante, un coreano mezcla de mexicanote mamado con negro somalí recontra cagado de hambre se acercó al mendigo investigador. “¿Qué te pasa, la concha de tu hermana?”, lo saludó el amarillo. “Nada, hijo de pu... vi entrar a una zorra en bici a este galpón con olor a huevo y quiero saber qué está pasando”, replicó Nelson. “Lo que esté pasando acá a vos te tiene que importar un choto ¿entendiste, putito? Mirá: rajá del super o te traigo a mi primito, Jorgito ‘mangrullo de porongas’ Chou, y te deja el upite como un fiambrín... ahh, dale, volá... volá...”, cacareó el alimentado a arroz.

Ya en la vereda, el indigente decidió implementar una nueva estrategia: se echaría una cacona sobre el teclado de la máquina registradora y, para hacer más efectivo el interrogatorio, le lamería el pito a un gato con sarna para provocarse vómitos. De este modo, asqueado por la escena, el chino largaría el rollo... Tenía razón: concretado el sorongo (que, duro y pintado de ágiles gusanitos blancos, despedía un halo calentito sobre el teclado numérico de la herramienta cobradora) no había comenzado a manosear a un ejemplar de angora muerto -que había encontrado colgando de un cable de la luz- cuando el mezcla de mexicanote mamado con negro somalí recontra cagado de hambre confesó todo: el mercado era una simple pantalla solventada por una organización de judíos resentidos que, hartos de degollar palestinos y hacer jabón con travestis de Constitución, se ocupaban ahora de juntar mucha guita traficando mondongo paraguayo para trasplantes.

Rápido de reflejos, Nelson tomó el celular del supermercadista oriental y procedió a llamar a la comisaría más cercana. Un rato más tarde, y mientras el mendigo investigador aprovechaba para meterle un paquete casi entero de grissines en el ojete a una formoseña que cortaba cantimpalo en el lugar, media docena de policías fumando paco tomó posesión del comercio. “Vení, malparido, que vinimos con la televisión, así ven que los de la departamental hacemos algo y no estamos todo el día haciéndonos la paja mientras miramos el programa de mascotas de Raúl Portal”, sugirió el comisario Telerman. Sin pedir permiso, una cámara se abalanzó sobre Nelson.

“Hola, pija seca, me llamó Sodrigo Rans y soy productor del noticiero ‘Último momento: Tenés el Opi Abierto’, no tenemos un sorete para poner, así que te vamos a mostrar a vos. No sé... tirate al piso, afanate un dodge 1500, bailá y meate al mismo tiempo... no sé, hacé algo y te filmamos”, explicó el televisivo. “¿Pero vos sabés quién soy yo, culo comilón? ¿No querés que te la chupe un rato también”, aclaró, ofendido, el indigente. “Bueno”, dijo el productor, al tiempo que se bajaba la bragueta... “Dame 10 mangos y te la dejo como un espejo...”, negoció Nelson mientras se acariciaba la encía únicamente poblada por un colmillo atravesado por 3 clavos y una muela verde de sarro pegada con cinta aisladora. Billete en mano, el mendigo simuló ponerse en cuclillas pero... Tras deslizarse suavemente pantalón y calzoncillo, Nelson liberó su silencioso, tradicional y venenoso pedo...

Como en otras oportunidades, el inesperado pedo olía a pañal de bebé sietemesino con diarrea. Y presa de esta nebulosa de SIDA en estado gaseoso, Sodrigo Rans se derrumbó, tirando tarascones al aire, sobre la vereda de “El Vietnamita hemofílico”. Consciente de la macana que se había mandado, Nelson trepó al rastrojero y enganchó primera. “Yo no me lo tiré, loco...”, gritó a los policías que se reunieron en torno al cuerpo mal perfumado del productor. Medio segundo después, Nelson pisaba el acelerador y se perdía en el horizonte... mientras volvía a rascarse el culo con el asiento de cuero de la pedorra camionetita.


Bicho Moro.

lunes, 1 de octubre de 2007

Oh mamá, ella me ha besado (el rabo) -Por Pablito Ruiz

Sí, amigos de la tutuca y los días patrios. Hemos recuperado al último granadero. Hijo directo del sable apuntando para arriba. De la bici cross sin asiento porque al sanmartiniano le gusta sentarse directamente en el caño...

Pablo Ruíz. Pablito, para los que se comen el maní con cáscara y todo. Pablín para los sindicalistas que se cagaban de risa de Rucci porque el líder no tenía nada para el envido.

"Oh mamá, ella me ha besado". Oh mamá, Batistuta está pelado...

viernes, 14 de septiembre de 2007

Mocos

Sobaquito frenó la combi justo frente a la entrada del club, pero la camioneta se deslizó unos cuantos metros más adelante. La tosca de la calle resbalaba bajo las ruedas y una cortina de lluvia tapaba el parabrisas. Cuando la camioneta se detuvo el Gitano bajó de un salto. Me cago en Dios, gritó en medio de la tormenta y un segundo después cerró de un portazo. Una de sus botas había alcanzado a hacer pie sobre el cemento de la vereda; la otra estaba hundida hasta la mitad en el barro.

Los tacos de Miriam sobre las baldosas se impusieron por un segundo al ruido de la tormenta. Había bajado por la puerta de atrás de la combi y, sin despeinarse, llegó a protegerse bajo el techo del club. Desde allí lo miraba ahora al Gitano que se debatía entre seguir sin su bota o quedarse allí bajo la lluvia. Tenía las piernas muy separadas y el pantalón blanco se le clavaba entre los huevos como una navaja. El jopo comenzaba a perder altura bajo el peso del agua y sobre el puente dorado de los RayBan comenzaba a formarse una gota blanca de resina de fijador que había chorreado por su frente. Sobaquito bajó y cruzó chapoteando por delante de los faros de la camioneta hasta llegar adonde estaba el Gitano. Sus manos se aferraron de la pierna y tiró hasta que consiguió liberarlo. El Gitano se zafó de su asistente con un gesto brusco y llegó junto a Miriam.

El Club Social Libres del Sur era un cuadrado de cemento con un bar al frente y la cancha de paleta detrás. Adentro estaba oscuro y olía a milanesas recién hechas. El Gitano, sin quitarse los RayBan, dejó pasar primero a Miriam y la siguió, abriéndose paso entre las mesas. Mamasa: dejá al cieguito y venite con los pibe’, se oyó desde una de las mesas de billar del fondo. Más respeto, che, pidió un viejo desde el mostrador. Después volvió la mirada hacia la pared como quien espera que empiecen a proyectar una película. Miriam sonrió y siguió su camino a través del salón. El Gitano iba detrás, con una mano la tomaba por la cintura y con la otra intentaba recuperar su jopo, ahora convertido en flequillo. La camisa roja abierta bajo el saco blanco y húmedo revelaba los primeros pliegues de un abdomen agotado. Llegaron hasta el mostrador y el viejo levantó una tapa de madera para dejarlos pasar. Atrás de la barra había un pasillo descubierto que separaba el bar de la cancha de paleta. Miriam y el Gitano apuraron el paso. Pasaron frente a un par de letrinas, esquivaron dos torres de cajones de cerveza y empujaron una puerta de chapa que daba a una pequeña habitación iluminada por el resplandor oxidado de una bombita. Miriam entró. El Gitano se apoyó en la puerta y dejó caer la cabeza entre los brazos. Tosió como un trueno. En el ruido ya se adivinaba el espesor del gargajo que un segundo después cruzaría el pasillo para estamparse en la pared de enfrente. El Gitano levantó la cabeza para observar el moco que se debatía contra el cemento en medio de una aureola fosforescente. Se pasó la mano por la barbilla y asintió. Después se dio vuelta y cerró la puerta de chapa.

El domingo estaba escuchando la radio, el programa del pelotudo este ¿cómo se llama? El Gitano apuró el vaso de Campari mientras esperaba mi respuesta. Tony Méndez, dije. Tony Méndez, ahí está -se secó los labios y manoteó una aceituna- la cuestión es que estaba escuchando y no va que llama una mina y le dice quiero escuchar la primera canción que bailé con mi marido porque hoy cumplimos 30 años de casados, entonces el pelotudo de Tony le pregunta qué canción era. Y la mina le dice El amor es así, del Gitano. ¿Te das cuenta? No sabía si el episodio lo había puesto contento o furioso, pero el Gitano no me sacaba los ojos de encima. Cerró los dedos de una mano y la acercó a la boca para escupir el carozo de la aceituna con un ruido seco. Después lo depositó en el cenicero. Y está bien, murmuré. En cuanto terminé de decirlo supe que me había equivocado. ¿Qué está bien, nene? ¿Qué está bien? Un carajo está bien. Por un momento pensé que se iba a levantar y me iba a agarrar de las solapas para sacudirme como a un muñeco de estopa. Pero en lugar de eso el Gitano bajó la vista y se puso a sacar un cigarrillo del paquete con la calma del viajero que ya se pasó de su parada. Entre el humo de la primera pitada volvió a clavar sus ojos en los míos. Las palabras brotaron como salidas del fondo de una caverna. Era una vieja chota, nene.

Torito

miércoles, 8 de agosto de 2007

Dulce pequeñín (anécdota)

Iba en el 65 a las 5 y media de la tarde. Dos horas más tarde de mi horario de salida del laburo, así que a imaginarse la calentura que traía. Maldormido. Malcomido. Y con una molesta picazón en el huevo derecho...

Dejé pasar a un travesti con soriasis. $0,80. Y de la nada lo veo ahí... riéndose como un pelotudo. Con los dientes para afuera. Corte de pelo típico de cotolengo... Junto a su mamá. El dulce pequeñín...

Cagándose de risa de la nada. Le carburaba mal (me di cuenta al toque) Gritaba y se reía. 10 años por lo menos. Las bolas grandes como la batería de un falcon. Y se reía como un puto al que le habían embocado una carretilla sin ruedas en el opi...

“No me jodas, pendejo”, pensé... y me apoyé contra un vidrio, de frente al asiento del mogui. “Gggggggggggggghhhhhhhhhhuuuuuuu”, era su manera de comunicarse con la galaxia. “De qué te reís, forro”, medité.

Subí el volumen del MP3. “Ohhhhhhrrrrrrrrrrrrrrrmmmmmmmpu”, seguía, el muy conchudo. Puse un poco de Pantera al palo. Nene hijo de puta. Y la madre ¿pedazo de puta, enfiestada mal, por qué mierda no dejás al animalito, al suricata de mierda ese, dentro de tu casa?

Cavilé sobre la necesidad de eliminar a los opas. “Aaaaaaaaputttttttttttttttttttttttmok”, replicó el insecto unicelular. El colmo: el cybermogui saca una bandita elástica de uno de sus bolsillos. Lástima que no era una yilet, así se divertía arrancándose pedazos de cuero de su cabeza llena de leche cultivada...

¿Y qué hizo el hijodeputita? Empezó a usar la gomita como una honda. Y le sacudía papelitos a la gente. En una me apuntó a mí. Semi-down, pensé, ojalá se olviden de vos en el desierto de Atacama, cornudo, y te ataquen 16 variedades de toros en celo.

Y te dejen el upite amplio como un horno microondas. El pobre era tan imbécil que me apuntaba y no le salía el tiro. Lo odié. Y a su estúpida madre, por no hacerse cargo de la taradez de su feto evolucionado. Por no congelarlo y entregarlo a la ciencia.

Por no darle una mamadera con pis cada mañana hasta provocarle la muerte...

Por fin, toqué timbre y me bajé. Le dediqué un fac iu desde abajo del 65. Mogólico choto. Espermatozoide torcido. Pero el bondi no arrancó. No se movió.

Al contrario, después de un minuto bajó el chofer. Y apuntando su garra al malformado me gritó: “mirá, loco, ya me tenés los huevos llenos. Cortala de dejarme a tu hijo cada vez que podés”.

Dicho esto, pegó dos saltos, agarró al pendejo de una caries, y lo dejó al lado mío antes de retomar la marcha...

Ahí fue cuando decidí volverme transexual (y empezar a llamarme “Marisa”)


Bicho Moro

viernes, 27 de julio de 2007

La voz

Apenas abrió los ojos el Gitano alargó una mano hasta la cabeza para tantear la altura de su jopo. El gesto, repetido a lo largo de los últimos treinta años, se había vuelto automático: primero el ascenso del brazo casi desesperado y luego el aterrizaje suave de la mano sobre aquel fósil de pelo negro esculpido a fuerza de gomina. En la funda descolorida de la almohada se acumulaban los restos de caspa y fijador. El Gitano los corrió de un manotazo y un rayo de sol iluminó la lluvia de cenizas.

Parado bajo el marco de la puerta, con la bandeja del desayuno en las manos, Sobaquito lo dejaba terminar su ritual. ¿Qué mirás? Tronó de pronto el Gitano. Al terminar la frase un silbido agudo escapó del centro de su pecho como el llanto de un bebé. Sobaquito caminó en silencio, dejó la bandeja en la mesa de luz y se volvió hacia la puerta. Olía a fugazzetta condimentada con polvo Veritas. El pecho del Gitano chirrió una vez más. Sobaquito giró, lo miró con las cejas en alto y movió la cabeza a ambos lados apretando los labios. ¡Rajá! Ordenó el Gitano y esta vez coronó la frase con una tos ahogada.

Cuando Sobaquito cerró por fin la puerta, algo se revolvió debajo de las frazadas, justo a la altura de la entrepierna del Gitano y en medio de un vaho ácido se adivinaron los rulos de Miriam que emergía como salida del fondo del mar o de una botella de lubricante de camión. Se limpió los labios con el dorso de la mano y preguntó ¿Sigo? El Gitano no la miró, sacó los RayBan del cajón de la mesa de luz y se sentó en el borde del colchón. Su pija muerta apenas se adivinaba bajo el slip amarillento. El hombre que en 1984 había juntado más de 5000 personas en el triángulo de Bernal respiró lo más profundo que pudo y puso la bandeja del desayuno sobre sus rodillas. Miriam se enredó en las frazadas, giró hacia la pared y, como quien no quiere la cosa, dejó escapar un pedo que quedó rebotando entre sus nalgas de mapamundi hasta encontrar por fin el camino de salida. Con la bandeja sobre las piernas, el Gitano hizo como que no escuchaba. Y después como que no olía. Tenía un barril de pólvora en el pecho. Prendió un cigarrillo.

¿Sabés lo que pasa, flaco? Me dijo una tarde de domingo en una confitería de la avenida Mitre, en el centro de Avellaneda. Pasa que el barba no me perdona que le haya imitado la voz. Por eso me manda este catarro de mierda. Cuando yo era chico, vivíamos en Tolosa, cerca de La Plata. Mis viejos se habían venido de Chaco, alquilaron una habitación de una casa, y se metieron ahí. Yo debía tener 4 ó 5 años y algunas noches nos juntábamos con los vecinos a escuchar por la radio los discursos de Evita o de Perón. Después mi vieja me llevaba a la cama y me hacía rezar antes de acostarme. Entonces yo le hablaba a Dios, le pedía cosas, como hacen todos los pibes. Y me imaginaba que el barba me contestaba. Y para mí la voz del barba era la voz de Perón.

Bajé la vista un momento y me detuve en el crucifijo dorado que el Gitano lucía desde la portada de sus primeros discos como una brasa ardiendo entre los pelos del pecho. Se ve que yo quería cantar con esa voz, murmuró. Y aunque no había nadie más en la mesa del bar, supe que ya no me hablaba a mí.

Torito

miércoles, 25 de julio de 2007

Nelson, “el mendigo investigador”* en: “No esistís, loco...” (Una historia negra y despareja -como la cotorra de tu vieja-)

*Aclaración inicial: Por respeto a la naturaleza fétida y desnutrida del personaje, por favor evite bañarse o comer durante la lectura del presente texto.



“Dale, croto de mierda, movete”. Un escobillonazo se incrusta en la costilla derecha de un bulto dormido. “Qué olor a chivo, che... ¿no se habrá muerto?”. Enseguida, una pelota de carne maloliente parece cobrar vida... Saliendo de una bolsa de consorcio, y con una mano sangrando, Nelson se presentó ante los dos hombres que intentaban despertarlo.

“¿Qué hacen, hijosdepu? ¿Porque no me manosean un rato el ganso y se quedan piolas?” Rascándose el orto, el mendigo comenzó a masajearse la entrepierna y, bajándose el cierre, exhibió a los recién llegados un pito negro de costra. “Cortá de acá, muerto de hambre, que hay que liberar la entrada del subte”, indicó uno de los hombres, para nuevamente darle un escobillonazo en la oreja al indigente semidesnudo. Arrastrando una pierna, Nelson subió los peldaños de la estación Piedras y partió por la avenida de Mayo en búsqueda de algún tacho de basura para desayunar.

Tras ubicar una caja de pizza repleta de empanadas con moho y una laucha muerta a medio masticar, el mendigo investigador optó por ponerse en cuclillas detrás de un falcon para, como todas las mañanas, echarse una soberbia cacona. Así, y mientras hacía fuerza pensando en la mortadela vencida que se había comido la noche anterior, un alarido lo obligó a contraer el ano y cortar al medio un sorete repleto de gusanos blancos que ya escapaba de su recto.

A una cuadra de allí, un malabarista acababa de incrustarle una pelota en la vagina a una mujer peronista que, en bicicleta, lo había saludado al grito de “falopero de mierda, todos los hippies son unos tragaleches...”. Atontada por el bochazo, la militante había rodado por el pavimento hasta culminar siendo aplastada por un taxi que avanzaba marcha atrás. Cuando Nelson llegó al lugar de los hechos, cuatro perros y un boliviano ya estaban comiéndose parte del cuerpo mutilado.

Tarde como siempre, un patrullero se detuvo junto al indigente. Portando un bastón de goma bañado de sangre, el Comisario Singollete saludó a Nelson con una trompada en los testículos. “Qué hacés, mugre... me imaginé que andabas cerca: empecé a sentir tu olor a mierda 5 cuadras antes de llegar”, murmuró. “Yo también sentí tu aliento a come-porongas con mucha anticipación, che... ¿Cómo anda todo, culo roto?”, dijo el mendigo investigador. “Acá: resolviendo quilombos y cagando bien a palos a algunos negritos de por ahí...”.

Enseguida, ambos personajes se ocuparon de espantar a los perros y comprarle un pancho al boliviano para, ahuyentado el amerindio, analizar el cadáver de la peronista. A un costado, el malabarista implicado en el accidente intentaba, con disimulo, meterse una bolsita con marihuana en el orto a fin de que la policía no lo acusara de otro delito. “Vení, conchudo”, lo llamó Singollete. “Bajáte los lienzos y abrí el billiken que quiero ver qué carajo acabás de meterte en el opi”, agregó. Con lágrimas en los ojos, el malabarista procedió a separarse las nalgas para ser revisado. “¡Ajá!” dijo Nelson y, bajándose con celeridad la bragueta, apoyó rápidamente su glande repleto de ampollas en el ano del joven.

“¡Basta, pedazo de forro!”, lo apartó Singollete. “¿Te volviste loco, mugriento de mierda? A ver si este pibe tiene SIDA...”. Acto seguido, extendió a Nelson un preservativo Camaleón. “Tomá, cuidáte ignorante... ahora sí rompele el culo a este cristiano”, completó el Comisario. Haciéndole caso, el mendigo investigador se dispuso a echarle un buen polvo al malabarista en el asiento trasero de un taunus que, por casualidad, estaba estacionado a pocos metros.

Tras media hora de penetrar al malabarista por el culo y la oreja, Nelson obligó al muchacho a que éste le limpiara el ojete con la lengua. “Comete todo el puré, nene... que sino no hay postre”, indicó el indigente. Finalizada la chupada de orto, el mendigo largó una risotada y, al mismo tiempo, expulsó un pedo que hizo que los cachetes del malabarista se inflaran como un globo. Descompuesto por el olor a yogur podrido que expulsó el croto, el joven nuevamente se acercó a Singollete. “¿Y, pajero? ¿La pasaste bien? Mirá que dentro de un rato tenés que sopletearme la quena a mí ¿eh?”, comentó el policía. Nelson ya estaba con ellos.

“El pendejo no tiene nada que ver... la boluda fue la mina esta, che”, murmuró el mendigo. “Que te la chupe un rato y después largalo... no seas tan pelotudo de meterlo en cana”. “Tenés razón...”, dijo el oficial y, dándose vuelta, llamó al único testigo presente: el boliviano. “A ver, acercate indio de mierda... ¿qué viste?”. “Nada, señor”. “Dale, inca, hablá o le digo a éste que vaya a tu casa y embarace a esa gorda puta que tenés por mujer”. “Señor, yo vi que el chico le tiró un pelotazo a la mujer. La mujer se cayó y la pisó un taxi”. “Así me gusta, negrito... tomá, acá tenés unos mangos, andá por ahí a culearte unas negras como vos... salí de mi vista”.

Un rato después, y tras recibir un pete de parte del malabarista, Singollete decidió volver a la comisaría. A corta distancia, Nelson tomaba agua de un caño roto que, rodeado de palomas muertas, largaba chorros en todas las direcciones posibles. “Caso cerrado, mugriento, yo me rajo... en una hora tengo que estar en Villa Domínico para darle picana a algunos travas y chilenos que andan dando vueltas por ahí”, se despidió del mendigo investigador. “Chau, cornudo... y si llegan a salir a manosear nenitos, no te olvides de pasarme a buscar por mi caja de cartón”, vociferó Nelson.

El oficial hizo un ademán con el hombro y se dirigió al patrullero. “Hijo de remil puta”, se lo oyó gritar a los pocos segundos. Alguien había cagado el picaporte de la puerta del auto y, al mismo tiempo, escrito en el parabrisas, ahora con abundante colitis, “no esistís, loco”. Cuando se dio vuelta, estaba solo. A un par de cuadras de allí, mientras intentaba tocarle el culo a una coreana llena de granos, Nelson lanzó una sonora carcajada...

Bicho Moro

sábado, 30 de junio de 2007

Disco es cultura: Soy pan, Soy paz, Soy Mas (soy flan, soy Taunus, soy Temperley)

Saluden a la fauna cadavérica de Piero. Porque manosear a un nene con poliomelitis ¡también es cultura!

lunes, 18 de junio de 2007

Estreno: “Iluminados por una Renault Fuego”, la nueva película de Antonio Cafiero y Gastón Pols







Un drama único, que retrata la gesta de Malvinas vista desde la óptica de una nena trasplantada. Dos amigos y un desafío: dar con una concesionaria Renault abierta en pleno Puerto Argentino el 2 de abril de 1982 a las 3 de la tarde.

Patriotismo en 4 ruedas, 2200 cc de cilindrada, carburador de doble boca, caja de 5 velocidades, tracción delantera, y 123 cv de potencia que aseguran una velocidad máxima de 200-205 kilómetros por hora.

Iluminados por una Renault Fuego. Una metáfora del empleado público en tiempos del biocombustible. Llantas de aleación que se hunden en la turba malvinense. Un escuadrón de intratables cazabombarderos Sea Harriers y un capot que no cierra...

El abrazo al abrigo de pingüinos y kelpers apareándose desenfrenadamente. Un eterno olor a osamenta de lobo marino. Y el dolor... el eterno dolor en esa rodilla lastimada en un picadito de solteros contra casados...

Con la peronística actuación de Antonio Cafiero, como “Lancha”, y Gastón Pols, en el papel de “Cinzano”.


Estreno: martes 19 de junio. Cines “Oaky” y “El enano Garrison”.

jueves, 7 de junio de 2007

Vicky


Nelson, “el mendigo investigador”* en: “Tocáte esta, loco...” (Una historia negra y despareja -como la cotorra de tu vieja-)




*Aclaración inicial: Por respeto a la naturaleza fétida y desnutrida del personaje, por favor evite bañarse o comer durante la lectura del presente texto.



Veinte centavos. Nelson contó las monedas una y otra vez: con eso no le alcanzaba ni para comprarse medio morcipan. “La concha de la lora”, pensó, y nuevamente se acercó a la fila de taxis que, cagados en el techo por las palomas, amagaba frenar en la estación de trenes de Retiro. Enseguida, se acercó a un auto y abrió la puerta trasera. “Baje por aquí, señorita”, le sugirió el mendigo a una mujer cargada de bolsos. Luego, le acercó la mano esperando una limosna. “Rajá de acá, negro de mierda”, lo increpó la joven. “A los cabezas como vos hay que cortarles las pelotas para que no se reproduzcan”, siguió. Nelson no se quedó atrás: “Calláte, frígida... a ver si todavía te pongo un garzo en el lomo”. Y, tras hacerse a un costado, el linyera bajó su bragueta y comenzó a orinarle los bolsos a la viajera. Cuando la chica ya se alejaba, el mendigo, vengativo, alcanzó a mancharle el equipaje con el contenido de un preservativo pinchado que había encontrado junto al cordón de la vereda.


A cientos de cuadras de allí, una tragedia sucede: una anciana en silla de ruedas, sorda y epiléptica, es empujada a través de una rampa de Supermercado Coto. Era la tercera en menos de una semana. Carente de pistas, la policía no tuvo mayor opción: había que contactar a Nelson, el mendigo investigador. Cuando un patrullero dio con él, lo encontró tomando agua de un charco junto a las vías del Ferrocarril San Martín. “Está rica la sopita” murmuró, antes de que un agente le aplicará una patada en la oreja izquierda. “Nelson, vení con nosotros... hay otro loco suelto en Buenos Aires”, vociferó el policía, mientras trataba de que Nelson no se limpiara los mocos -verdes y rojos- en la solapa de su uniforme de oficial. “¿Qué querés, ano roto? Me chupa un huevo lo que pase... unos amigotes me están esperando acá a la vuelta para ir a tirarle bosta de caballo a una pendeja que ayer me miró fiero”, comentó el mendigo. “Das asco, mugriento, dejá de sacarte la cera de los oídos con ese escarbadiente, y acompáñame...”, ordenó el agente. A dos metros, un patrullero con dos policías fumando marihuana, y sacando el pito por la ventanilla del auto para saludar a la gente, los esperaba...


Cuando llegaron al Coto de México y Pichincha, la anciana ya había muerto. Tenía la pollera levantada, y varios chicles pegados en los pelos de la entrepierna. Nelson se acercó y despegó uno de los masticables. Cuando todos pensaban que iba a examinarlo, el linyera se lo metió en la boca. “¿Sabés cuánto hacía que no me comía un bazooka tutti-frutti, conchudo?”, le dijo a un policía que lo miraba. Luego, comenzó a lamer la encía, las axilas, y el ombligo del cadáver, hasta dar con unas marcas a la altura de los muslos. “A esta vieja de mierda la manosearon toda, loco”, murmuró. “Tiene el upite abierto como una sandía, y el tipo que la atacó parece que le metió un pie en la concha porque veo que le quedaron restos de talco Efficient en la argolla”, completó. “¿Cómo pudo ser?”, tembló un agente. “Mirá, forro: por lo que puedo adivinar, a esta arruga andante la manoseó un enano. Se nota que el puto ése era petiso porque no le tocó ni una teta a la vieja... Seguro que no llegaba...”, argumentó el mendigo investigador.


Alejándose por unos segundos de la escena del crimen, Nelson trató de capturar, sacudiéndole un cascotazo, a un gato que justo pasaba por ahí. “Le erré, la puta madre”, se lamentó, para luego empezar a revolver los canastos de basura emplazados alrededor del supermercado. Un segundo después, el mendigo se acercó nuevamente a los policías, aunque ahora chupando una naranja que había encontrado tapada por dos pañales usados en una boca de tormenta. Sin pensarlo dos veces, Nelson se bajó el pantalón y, tras reventar a una ladilla que justo le caminaba por un testículo, se colocó uno de los pañales. “Ahora sí, loco... Últimamente no sé qué me pasa, voy caminando y la cacona se me sale sola... se me desparrama por las patas... y estoy podrido de que después las putas no quieran chuparme el culo porque dicen que tengo soretitos enroscados en los pendejos del ojete”, aclaró, para después pegarse, a la panza, el pañal Mimito recontra meado que había hallado.


Rascándose el pelo cubierto de caspa y seborrea, Nelson dio una última apreciación del caso: “Pajeros, busquen a todos los enanos del barrio, metan picana a lo pavote, y van a ver que uno confiesa... Enanos del orto, habría que hacer jabones con ellos...”. Después, y sin previo aviso, el mendigo investigador procedió a limpiar con saliva el parabrisas de una citroneta que, manejada por un gordo al que le faltaba un brazo, esperaba por el rojo del semáforo. Tras recibir algunas monedas, Nelson se alejó corriendo, rascándose el culo con una varilla a través del pañal, de la vereda del super Coto.


Tres semanas después, un policía de civil ubicó al mendigo, quien se encontraba en Palermo orinando en la cara a un bebé que, descuidado, dormía profundamente en su carrito. “Atrapamos al enano, roñoso”, lo saludó el agente. “Trabajaba en una ferretería, y lo sorprendimos tocándole el culo a una ciega en San Cristóbal”, completó. “Tocáte esta”, dijo Nelson y, sin pensarlo dos veces, apoyó su miembro lleno de costra en la mano del policía. Rápido de reflejos, el agente golpeó el prepucio del linyera con su machete y, caído Nelson, se ocupó de pisotearle el glande durante un buen rato. Ya libre, y con el pito lleno de tierra, el mendigo investigador se alejó del lugar. “Decí que me acabo de vomitar...”, murmuró Nelson, mientras una espuma verde y blanca se desprendía de su boca para después pegotear su barba transpirada. “Que sino, te pongo en cuatro y vas a ver que te dejo el culo como una bondiola”, agregó, antes de perderse entre los árboles del paseo porteño...



Bicho Moro

miércoles, 9 de mayo de 2007

El Chaqueño Palavecino


Nelson, “el mendigo investigador”* en: “Dejáme de joder, loco...” (Una historia negra y despareja -como la cotorra de tu vieja-)



*Aclaración inicial: Por respeto a la naturaleza fétida y desnutrida del personaje, por favor evite bañarse o comer durante la lectura del presente texto.


A alguien se le escapa un tiro a la salida de una bailanta del porteño barrio de Constitución. Alguien recibe un balazo debajo de la axila derecha. Alguien cae herido de muerte. Alguien sale corriendo por la calle Salta. Alguien llama a la policía. Alguien encuentra, en el bolsillo de la víctima, una nota escrita con caca de viejo hemipléjico: “eso te pasa por robarme la campera, conchudo...”.


“Dejáme de joder, loco...”. En la puerta de un McDonalds, Nelson forcejea con un chico que quiere quedarse con parte de una hamburguesa que los empleados del local acaban de arrojar a la basura. Finalmente, el mendigo investigador introduce medio cuerpo en un tacho de residuos y logra hacerse, entre preservativos usados y jeringas con SIDA, de algunas papas fritas masticadas por algún cliente disconforme con la comida chatarra. “Ahora sí”, murmura el linyera, “con este mejunje en la busarda puedo aguantar dos días más sin comer...”. Y luego, tras propinarle 4 patadas en la nariz al niño que antes intentara robarle la comida, Nelson procedió a bajarse los pantalones para evacuar el contenido de una vejiga repleta de llagas y gusanos internos.


Así lo encontró la policía: meado. Como siempre...


“Te necesitamos, mugriento”, lo saludó el subcomisario Vergalito. “Pará, pará, pará...”, se atajó el indigente. “Si no me compran un sanguche de milanesa y un vino de acá no me muevo”, aclaró. “Mirá, si te hacés el duro, te meto en cana con 23 travestis en período de abstinencia... vas a ver cómo te dejan el opi... Dale, subí a la patrulla”, tronó Vergalito. Masticando la bronca, Nelson se acomodó en el asiento trasero del móvil policial. “¡Aguántense esta!”, chilló y, a las carcajadas, el mendigo procedió a liberar un nauseabundo y ruidoso gas. “Toma, Verga, fumátelo todo...”, alcanzó a murmurar antes de que el sargento Rastrojero le cerrara la boca de una trompada. “Cortála, mugriento, murió alguien... la comunidad te necesita”, pronunció Vergalito, mientras aceleraba el patrullero. “Bueno, entonces voy con ustedes”, gimió el mendigo. Y partieron rumbo a Constitución.


En breves minutos, la unidad policial arribó al lugar donde ocurriera el mortal incidente. Ya en la entrada de la bailanta, y luego de intentar lamerle las mejillas a 2 prostitutas dominicanas que, disimulando la picazón de un chancro molesto, trabajaban en el lugar, Nelson emitió su primer veredicto: “Esto es un ajuste de cuentas, cornudos. El muerto rompió un código: el pajero le robó a sus vecinos. Y eso, en el barrio, a la gente que uno conoce, no se le hace, loco...”. Vergalito enmudeció: sabía del talento investigador de Nelson, pero nunca lo había visto en acción. “Sos un genio, borrachín de cuarta, a partir de ahora le voy a decir a mis subordinados que, en caso de detenerte por cualquier gilada, eviten meterte una rama de algarrobo en el orto...”, sentenció el subcomisario, visiblemente emocionado. “Más te vale, forro, y quiero que me dejen revolver la basura de los tenedores libres en paz... Odio que me saquen a los tiros cada vez que me robo una pechuga de pollo de algún lugar...”, arremetió el mendigo. Enseguida, Nelson se acercó al cadáver y lo revisó íntegramente: “Loco, yo me quedo con las zapatillas de este salame... mis alpargatas tienen un olor a pata que ni yo aguanto”.


“¿Qué hacemos ahora, parásito?”, lo interrogó Vergalito. “Investiguen el domicilio de este tarado y fíjense con quién se trataba y demás... ahí está el punto: lo mató un conocido, che...”. Sin disimulo, Nelson se acercó hasta un volquete que, despintado, yacía a un costado de la calle Salta. “Loco, acá tiraron un calefón y una dentadura postiza que todavía tiene saliva, me llevo todo...”, murmuró. “Y también esto”, agregó, para luego, ante el estupor de los agentes de policía presentes, tomar de la cola un perro muerto que, aparentemente degollado, sangraba en el interior del reservorio de desechos. Haciendo un esfuerzo por no vomitar, Vergalito se interpuso en su camino: “¿Para qué querés eso, inmundo?”. “Para dos cosas, culo roto: hacerme un asadito con la carne, porque veo que todavía no está feo, y usar el cuero para coserme una musculosa”, aclaró el mendigo. “No sabés cómo me muero de frío cuando salgo a cazar gatos y palomas para la cena...”.


Evitando cualquier saludo, Nelson subió la bragueta siempre baja de su pantalón y se alejó del lugar. “Ahora vengo, loco, voy hasta la plaza Constitución... me estoy cagando y acá no hay pasto ni boletos de colectivo para limpiarme”, comentó, para luego avanzar rumbo a la calle Brasil. Obviamente, el mendigo no volvió... Nuevamente, una fuerte diarrea lo obligó -como tantas otras veces- a permanecer en cuclillas, y con el trasero apoyado contra una planta, durante toda la noche...


Una semana más tarde, un patrullero estacionó junto a la caja de cartón en la que, desde hacia años, vivía el mendigo. Tras arrojarle cáscaras de papa, protectores femeninos usados, y fideos vomitados por un preso, los policías aguardaron a que Nelson saliera a recibirlos. “¿Qué pasa, mogólicos?”, los saludó el indigente que, como siempre, se hizo presente con la ropa manchada de orina. “Tenías razón, muerto de hambre, al tipo lo mató otro tipo que vivía a media cuadra de la casa del tipo que murió. Fue un ajuste de cuentas...”, explicó un oficial. “Me alegro... y ahora rajen de acá: no me gusta que me miren cuando hago cacona...”, sentenció Nelson. La diarrea, al parecer, persistía... Así, y tras dejar un rollo de papel higiénico como sinónimo de agradecimiento por la ayuda prestada, los policías abandonaron el lugar haciendo un esfuerzo por no aspirar el fuerte olor a podrido que, insoportable, se desprendió del mendigo cuando éste bajó su pantalón.



Bicho Moro