martes, 11 de diciembre de 2007

Nelson, “el mendigo investigador”* en: “Qué hacés, loco...” (Una historia negra y despareja -como la cotorra de tu vieja-)



*Aclaración inicial: Por respeto a la naturaleza fétida y desnutrida del personaje, por favor evite bañarse o comer durante la lectura del presente texto.


Colegiales. 9 y media de la noche. “Che, Robochongo, ¿vos le diste el postre a los viejos al final?” “No, boludo, ahora se los enchufaba ¿por?” “Porque fui a la cocina y no hay nada, salame”. Un alarido interrumpió la conversación. A metros de ahí una anciana con artrosis luchaba por quitarse de encima un bulto negro que, dueño de un penetrante olor a culo, agitaba en su mano derecha un Sandy de vainilla.

“Dale, vieja canuta, sacate la encía de madera esa que tenés y sopleteame el picaporte de cuero”. Era Nelson, el mendigo investigador, que una vez más se había colado en una geriátrico para tratar de empomarse alguna abuelita con alzheimer.

“¡Hijo de puta, dejá a Doña Rosa!”, chillaron los empleados, para luego abalanzarse sobre el indigente. “Atrás, soplanucas”, los paró en seco el mendigo. “Miren que esta manguera tiene bichitos...”, amenazó el croto, al tiempo que blandía un pito cubierto de picotazos de paloma y polenta Favorita seca. Luego, y tras afanarse el calzoncillo boxer de un viejo que, cagado, hablaba solo en un rincón, Nelson corrió hasta un ventiluz para después ganar la calle.

“Mala noche para clavarme un pendejo”, pensó. “Mejor me hago una escapada hasta Villa Urquiza, a ver si alcanzo a ver cómo los milicos cagan bien a palo a algunos peruanos y paraguayitos”. Caminaba ya por ese barrio cuando, tras pararse a chupar un cajón de pollos abandonado debajo de un Peugeot 504, escuchó un tiro. Y otro. Otro. Otro. Dos disparos más.

Al toque, un par de encapuchados salen de una despensa peruana y se suben a un Fiat 128. Griterío. Una boliviana embarazada rompe bolsa en medio del caos. Y Nelson que, oportuno, junta las manos entre las piernas de la mujer al grito de “no desperdiciemos ni una gota, que este juguito tiene todas las vitaminas, mami”.

Sí: habían ejecutado a una pareja de precolombinos. Los dueños de la despensa “Cabeza de Inca”. Pero la cosa no iba a quedar así. No señor. “Pasáme la Katanga”, arremetió Nelson, para enseguida robarle la zanelita y el celular a un delivery de Solo Empanadas que justo pasaba por ahí.

Acelerando a fondo, al tiempo que aprovechaba para rascarse el culo con el asiento del ciclomotor, el mendigo investigador se dispuso a rastrear a los delincuentes y, de este modo, resolver un nuevo caso.

Su sentido del olfato -capaz de ubicar a una enana menstruando en 10 km a la redonda- y su habilidad para reconocer huellas lamiendo cada charco al costado del cordón de la vereda lo llevaron hasta las puertas de la villa 1-11-14, en el Bajo Flores.

El mendigo investigador sabía que sólo tenía dos opciones: o se metía en la villa, buscaba a los malhechores y resolvía el caso, o apoyaba la moto contra una pared, se echaba una buena cacona en la puerta de una casa linda, y luego se tiraba a torrar un rato.

Hizo fuerza: no, no tenía ningún sorete en la puerta. Había que resolver el caso. Palanqueó el acelerador y penetró en las calles de tierra.

Tras sortear un bebé ahogado en una zanja -y a un pendejo rumano que, mientras tocaba (mal) el acordeón, era garchado de parado por un travesti salteño- Nelson dio con un iglú de barro en el que ubicó al Fiat 128 que viera en Villa Urquiza. “Es acá”, pensó. Se acercó a una ventana y miró hacia adentro: en el lugar, 6 peruanos en pelotas desarmaban un calefactor Orbis Calorama para venderlo por partes y, al mismo tiempo, embolsaban cocaína en cajas de tampones “o.b.” tamaño “ranura de gorda justicialista”.

“A ver, pijas infantiles: dénme la merca y quédense quietitos”, los desafió, desde la puerta, el mendigo investigador. Empuñaba algo que los peruanos en la oscuridad no podían distinguir. Parecía un arma... pero en realidad era un sorongo duro de perro salchicha. “Vos y vos: vengan para acá. Veo que tienen todos los dientes ¿eh? y eso me gusta... con cuidado, quiero que empiecen a lamerme bien el upite”, los humilló el indigente.

“Así, así... que hay un cascarón que no me puedo despegar y últimamente me cuesta mover el vientre como a mí me gusta”, comentó. Iba por el cuarto peruca cuando, inesperadamente, la punta de una aguja de tejer le pinchó el huevo izquierdo. “¡¿Qué hacés, loco?! ¿Por qué me pinchás la hernia que tengo al lado de las bolas?”. Nelson giró la cabeza. “¿Vos?”. “Sí, yo”. Era Doña Rosa... la anciana con artrosis que el croto había intentado manosear horas antes en Colegiales.

“Y ahora, negro de mierda, estos indios toltecas que responden a mi mando te van a perforar el ojete por haberme afanado el Sandy de vainilla”, siguió la anciana. Nelson razonó: “Esta vieja conchuda maneja un grupo de narcos que asesinan gente por deudas de falopa y tráfico de perucas pichones. Y se la pasa rascándose la argolla en el geriátrico para disimular”.

Eso pensaba el mendigo investigador cuando el primero de los peruanos le apoyo el pito en la oreja. Y cuando se acercó el segundo con intenciones de serrucharle el zócalo, Nelson vio un detalle que podía ser su salvación: el indio estaba circuncidado.

“¡Peruano judío!”, chilló con todas sus fuerzas. “¡Peruano judío!”. Sorprendidos en un principio -pero enseguida enervados por la novedad- el resto de los cobrizos se lanzó sobre el hebreo disfrazado de inca para comenzar a patearlo en el suelo. Incluso Doña Rosa se colocó sobre el peruano para, luego de levantarse la pollera, mearlo al grito de “tomá, Telerman de mierda”.

Rápido de reflejos, Nelson sacó el celular que llevaba oculto en una de sus alpargatas agujereadas y marcó el yanqui 911. Dos segundos después, un patrullero comandado por el comisario Motorola caía en el lugar. Era el fin...

“Mugriento del orto: felicitaciones. Una vez más, tu olor a osamenta de loro –y no ese teléfono de mierda que ahora te estás metiendo en la cola– nos guió hasta acá y pudimos dar con estos negritos”, lo palmeó el oficial.

“Quedate tranquilo que en un rato le metemos picana en las pelotas a estos chinos negros y un poco de corriente en cada teta a la vieja y vas a ver como saltan las pruebas...”, agregó.

“Un placer ayudarte, degustador de porongas. Y ahora rajo, que vi un perro muerto acá a la vuelta y no quiero que estos villeros de mierda me choreen la carnecita”, se despidió el mendigo investigador.
Ya subido a la zanelita, Nelson saludó con un chorro de meada que bañó el parabrisas del móvil policial. Y tras pegar una acelerada a fondo, estiró el brazo para robarse una garrafa que, conectada a una pantalla, calentaba el interior del hogar para enfermos de SIDA “Eso te pasa por cojer sin forro, pajero: ahora te morís”.



Bicho Moro

5 comentarios:

Unknown dijo...

Una vez más el ingenio, la perspicacia, la agudeza mental, el arrojo, el valor, el deseo y unos catorce litros de cacona se pusieron en acción. Nelson vence nuevamente y el mundo es un poco mejor.
Mejor no.

Ricardo De Luca dijo...

“tomá, Telerman de mierda”.
lo bueno de leer estas cosas es que uno se da cuenta de lo que pueden llegar a ocultar esos geriatricos. ancianos sedientos de delito...

Ricardo De Luca dijo...

Y Vamos carajo! que ya sale DELIRIUM TREMENS con Nelson agarrado del ganzo!!!

Anónimo dijo...

"No desperdiciemos ni una gota, que este juguito tiene todas las vitaminas, mami...". ¡Brillante! El perfume de Nelson ya se nos metió en los huesos a todos. Espero ansioso la DELIRIUM TREMENS!!!

Anónimo dijo...

Este blog me parece una falta de respeto. No sé como blogspot permita que estas cosas se publiquen así nomás.

Debería darles verguenza.