viernes, 27 de julio de 2007

La voz

Apenas abrió los ojos el Gitano alargó una mano hasta la cabeza para tantear la altura de su jopo. El gesto, repetido a lo largo de los últimos treinta años, se había vuelto automático: primero el ascenso del brazo casi desesperado y luego el aterrizaje suave de la mano sobre aquel fósil de pelo negro esculpido a fuerza de gomina. En la funda descolorida de la almohada se acumulaban los restos de caspa y fijador. El Gitano los corrió de un manotazo y un rayo de sol iluminó la lluvia de cenizas.

Parado bajo el marco de la puerta, con la bandeja del desayuno en las manos, Sobaquito lo dejaba terminar su ritual. ¿Qué mirás? Tronó de pronto el Gitano. Al terminar la frase un silbido agudo escapó del centro de su pecho como el llanto de un bebé. Sobaquito caminó en silencio, dejó la bandeja en la mesa de luz y se volvió hacia la puerta. Olía a fugazzetta condimentada con polvo Veritas. El pecho del Gitano chirrió una vez más. Sobaquito giró, lo miró con las cejas en alto y movió la cabeza a ambos lados apretando los labios. ¡Rajá! Ordenó el Gitano y esta vez coronó la frase con una tos ahogada.

Cuando Sobaquito cerró por fin la puerta, algo se revolvió debajo de las frazadas, justo a la altura de la entrepierna del Gitano y en medio de un vaho ácido se adivinaron los rulos de Miriam que emergía como salida del fondo del mar o de una botella de lubricante de camión. Se limpió los labios con el dorso de la mano y preguntó ¿Sigo? El Gitano no la miró, sacó los RayBan del cajón de la mesa de luz y se sentó en el borde del colchón. Su pija muerta apenas se adivinaba bajo el slip amarillento. El hombre que en 1984 había juntado más de 5000 personas en el triángulo de Bernal respiró lo más profundo que pudo y puso la bandeja del desayuno sobre sus rodillas. Miriam se enredó en las frazadas, giró hacia la pared y, como quien no quiere la cosa, dejó escapar un pedo que quedó rebotando entre sus nalgas de mapamundi hasta encontrar por fin el camino de salida. Con la bandeja sobre las piernas, el Gitano hizo como que no escuchaba. Y después como que no olía. Tenía un barril de pólvora en el pecho. Prendió un cigarrillo.

¿Sabés lo que pasa, flaco? Me dijo una tarde de domingo en una confitería de la avenida Mitre, en el centro de Avellaneda. Pasa que el barba no me perdona que le haya imitado la voz. Por eso me manda este catarro de mierda. Cuando yo era chico, vivíamos en Tolosa, cerca de La Plata. Mis viejos se habían venido de Chaco, alquilaron una habitación de una casa, y se metieron ahí. Yo debía tener 4 ó 5 años y algunas noches nos juntábamos con los vecinos a escuchar por la radio los discursos de Evita o de Perón. Después mi vieja me llevaba a la cama y me hacía rezar antes de acostarme. Entonces yo le hablaba a Dios, le pedía cosas, como hacen todos los pibes. Y me imaginaba que el barba me contestaba. Y para mí la voz del barba era la voz de Perón.

Bajé la vista un momento y me detuve en el crucifijo dorado que el Gitano lucía desde la portada de sus primeros discos como una brasa ardiendo entre los pelos del pecho. Se ve que yo quería cantar con esa voz, murmuró. Y aunque no había nadie más en la mesa del bar, supe que ya no me hablaba a mí.

Torito

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Aplausos. Mostroso lo suyo... Y puta que me quedé con ganas de más... Excelente "primera vez". Usté es un semental del verbo. Súbase el calzoncillo...

Tatanka.

Anónimo dijo...

Muy bueno!

Cristo.