*Aclaración inicial: Por respeto a la naturaleza fétida y desnutrida del personaje, por favor evite bañarse o comer durante la lectura del presente texto.
15 de noviembre y Saenz Peña. Barrio porteño de Constitución. 4 p.m. (de la tarde, o sea, pajeros). Dos paraguayos con politraumatismos de cubito y radio intentan abandonar el guaraní y ensayan un castellano bastante inca. “Eh, loco, ¡pelá el rintón del celu!” “¿Cuál, barrilete?” “El del Puma, gato negro, ñandubay... el del Puma”. “Pará, qué batís, garrapiñada, aguará guazú, a ver si el rati se aclara que el celu es encanutado...”. “Pero dame, playmobil, vas a ver cómo se lo hago sonar en la trompa a ese caburé”.
“¡Agárrense de las manos! ¡Unos a otros conmigo!”, chilla el Puma Rodríguez desde el parlante del Nokia. El primer cana que cruzan apenas los mira de reojo: está entretenido reventando el mantecol de pus que una dominicana en silla de ruedas luce entremedio de las cejas.
Pero al toparse con un segundo uniformado algo sucede: el policía pone los ojos en blanco. Se baja el cierre del pantalón y con la mano izquierda se tira la pielcita hacia atrás para luego pegarse un buen apretón de ganso. Enseguida, toma el bastón de goma con la derecha, lo embadurna con un buen gargajo post superpancho con lluvia de papas, y procede a enterrarlo hasta el mango en su propio ojete.
Un segundo después, el cana salta encima del paraguayo del Nokia, quita con suavidad el pantalón corto (marca “Pony”) del pariente de Chilavert, le baja el calzoncillito rojo y, tras pedirle amablemente que coloque las manos en el baúl de un Ford Escort Cabriolet, se encarga de abrirle los cachetes del culo con los dedos para luego –pollo post pancho nº2– apoyarle el glande morado de tantas pulseadas y empujar con furia al grito de “ponelo en segunda y largá el embrague despacio, reverendo hijo de mil puta; yo te impulso pero vos no aceleres que sino se ahoga, soberano zanjudo”.

“‘Bebe’ Mario, ¡¡soltá el culo de ese cristiano!!” Nada. “Cabo Forúnculo, páseme el arma y la bala de plata. A ver, Bebe, o soltás al amerindio o te arranco un huevo de un cuetazo”. Nada. “Vos te lo buscaste, violín”. ¡Pá! (sí, es un tiro, forros). Medio gramo de testículo bien peludo pasa a incrustarse en la encía de una vieja manca que ofrece, sobre la vereda de enfrente, “la boleta ganadora” de la Solidaria. El Bebe Mario parece despertar de un sueño...
“¿Otra vez dándotela de violeta?”, lo interrogó Singollete. “Le juro que no sabía lo que hacía, comisario. Lo último que recuerdo es haber escuchado ‘agárrense” y luego vi todo blanco”, se justificó el policeman. “Siempre la misma excusa, Bebe ¿acaso no te sirvió el tratamiento? ¿no te dejamos bombearle caldo de la vida a 10 travestis con HIV como pediste?”, la siguió el oficial. “Sí, señor”. “¿Y así nos pagás, hijo de remil puta?” “Pero es que no puedo sacarme la imagen y la palabra de la cabeza, señor...”. “Mirá, Bebe, a cualquiera le puede pasar lo que sufriste vos, ¿sabés la cantidad de chilenos que conozco a los que se los empernaron los titulares y el banco de suplentes de la cuarta de Quilmes?” “Bueno, pero yo escuché ‘agárrense’ o algo parecido y... me saqué”. “No deberías, soberano degustador de almizcle humano, uno usa todo el tiempo el verbo agarrar y...”.
Un rayo atravesó la frente del Bebe Mario. De un saque le voló la gorra a Singollete, lo colocó de espaldas y con las patas separadas contra el Escort Cabriolet, se tiró para atrás la pielcita y volvió a acogotarse el ganso. ¡Pá! ¡Pá! “¡Soltalo, aspa de perro! ¡Soltalo!”. El cabo Forúnculo había reaccionado a tiempo. El Bebe estuvo a un milímetro de perforar la fábrica de plastilina marrón de Singollete. Al compás de los balazos una rodaja de oreja fue a parar al fondo de un horno que en ese momento cocinaba chipás. Las dos municiones de plata habían dado justo en el mismo lugar...
“Se acabó, Mario. No podés estar solo. A partir de ahora vas a ser subalterno de alguien...”, ladró el comisario. “¿De quién?” Singollete se detuvo un momento. Meditó. El cabo Sanagoria ya le había devuelto las llantas de la Fiorino que el oficial se encanutara durante un operativo en el cotolengo “Don Mogólico” de Ezpeleta. El teniente Musaraña hacía tiempo que no le ponía un chorro de colitis al termo con agua caliente en el que todos tomaban mate. Y el sargento Hantavirus había jurado que nunca más le pegaría cinta scotch entre los pelos del ano para después sacarlo de la siesta con un arrancón de pendejos. No. Nadie le debía nada. “¿A quién puedo enchufarle el Bebe Mario?” Sonrió. Singollete apretó el culo. Y sonrió para adentro.
“La Playstation se la envuelvo para regalo, señora?” “Ay, sí, por favor, no sabe la sorpresa que se va a llevar mi hijo”. “Y... vio, los chicos son fanáticos de estas cosas...”. “Ay, sí, ni me diga, Gimonte se pasa horas y horas con su balero o jugando a la payana con los dientes que ya perdió la nona. Imagínese cómo se va a enloquecer con esto...”. “Me imagino, señora, estos chicos de hoy ¿qué edad tiene el suyo?” “Ay, mi Gimonte tiene 35 pero parece de más: cuando tenía 5 añitos lo atacó una bandada de Benteveos en celo y tuvimos que darle cirugía para salvarle el ojo, y conectarle también un termostado de Taunus para bajarle la fiebre que le causó la infección. Desde entonces está siempre en casa, pero desde su silla de ruedas no sabe cómo nos alegra la vida... ¡se manda cada coleadas en el piso encerado! ¡Se re zarpa tirando cambios en el comedor!”
“Me imagino, señora. Espere que ya vuelvo...”. Pasan tres pedos sordos (parámetro nelsoniano para medir el tiempo. Un pedo sordo = 3 minutos). “Bueno, señora, ¿quiere que le abra la caja así comprueba que está todo?” “Por favor”. “Mire, está tod... pero ¿qué es esto?” Las manos del vendedor dan con un líquido espeso y viscoso que aparece derramado dentro de la caja. “Pero...”. El boludo se huele las manos... “¡Esto es vómito!” De comedida, la señora introduce una mano de uñas pintadas para hacerse con el control de la Playstation: un pedazo de milanesa aparece incrustado entre las teclas “power” y “stop”. El equipo flotaba sobre un lagunón de fideos dedalito recién devueltos y jugo Zuko de mandarina.
Otra vez. Era la cuarta en un mismo día. Primero había sido un lavarropas con una pizza Ugi’s pegada en el tambor. Luego, una computadora con un calzoncillo cagado trabando la grabadora de DVD. Por último, un aire acondicionado que cuando resultaba encendido largaba un insoportable olor a huevo podrido. Ahora era el turno de una videoconsola recontra vomitada. El vendedor tomó un micrófono. “Vayan al depósito: parece que el croto se volvió a meter y el muy devorador de mancuernas carnosas está acampando entre los electrodomésticos”.
Nelson miraba el noticiero de Canal 7 en un televisor plasma de 40 pulgadas cuando el primer manotazo le sacudió los pelos. “Pará, loco. Que el champú Valet no me lo regalan y hoy tengo que ir peinado a un encuentro de hemofílicos”, alcanzó a chillar. Dos pedos sordos después aterrizaba sobre una pila de telgopores y los restos de un caballo muerto que yacía en la vereda del Frávega de Caballito.
Así lo encontró Singollete: chupando el intestino grueso del equino a medio podrir. “A vos te estaba buscando, masticador de requesón humano en tabletas”, lo saludó el oficial, acompañado por el Bebe Mario. “No me distraigas, agitador de mamaderas masculinas. Me agarrás elongando...”, se atajó el miseria. Para qué... El mendigo investigador no había alcanzado a hacer pie cuando el Bebe Mario le cayó encima. Rápido de manos, con dos dedos intentó arrancarle la manguera con la que el pordiosero se ajustaba las tiras que tenía puestas como pantalón. “¡Qué hacés, hijodepu!”, bramó Nelson, en pleno forcejeo. ¡Pá! Un balazo se incrustó en el tabique del Bebe Mario. El sargento se quedó quieto. De pie. “Sorry”, murmuró.
Singollete respiró profundo. “Ahora sí, crotija –escupió– te traje a éste para que te acompañe en una investigación. Los necesito a los dos, pero ojo que está totalmente chapa. Le decís lo que comentaste recién y te cose a vergazos así que, otra vez, ojo”. “El ojo te bauticé a base de soluciones lácteas, simulador de macho. ¿Por qué lo tengo que aguantar”, protestó Nelson. “Porque yo lo digo, y no te hagas el pitufo gruñón o hago que dejen de darte los bordes de fainá podrida que descartan en La Continental”, lo amenazó el comisario. “No me podés obligar, tragasable. No te olvides que sé en qué piletita hace natación tu nena, y también que tiene un don para revivir con la lengua cualquier gusano humano muerto”, la siguió el mendigo investigador. “Mirá, amansado a hambre, esto es por una misión y nada más. Yo te aliviano el laburo y vos me hacés un favorcito”, replicó Singollete. “¿Y de qué es la misión?”, se interesó el ciruja.

“¿Y a los curas no les gusta eso?” “¿A vos qué te parece, hijo de mil puta?” “Y... que sí tendría que gustarles: un tarugo con una uña que te viboree a través de las enredaderas cacales no se consigue todos los días, che”, explicó el mendigo investigador. “Salí de mi vista y llevate al Bebe Mario ¿querés?” “Bueno, pero en cuanto encuentre al catingudo ese te aviso. Así me traés a tu viejo para que le empome la encía con mi corega. Ahora, ¿el loco medidor de gasoil con la cutícula tiene alguna seña en particular?”, interrogó Nelson. “Ubicarlo es tu laburo, aplastado. Sólo te puedo decir que una vez que morronea (no confundir con “marronea”) a un siervo de Dios el degenerado se despide con un ‘Padre, usted ha pecado: tiene el moño roto y recontra cagado’”, informó Singollete.
Nelson y el Bebe Mario rajaron para el Parque Lezama. A pie, claro: el remisero que los llevaba los había dejado a gamba tras comprobar que el croto había usado la foto de su abuela en silla de ruedas –que llevaba en la guantera– para reventarse los granos de un sarpullido verdoso que le había salido en el prepucio. En cinco pedos sordos llegaron a las escaleras mugrientas de la iglesia. “Qué hacé, Dió’”, saludó Nelson –vómito mediante– a la estatua de un barbudo que en la mano derecha cargaba una bolsa de pan lactal Bimbo y con la otra se abría el agujero del pito para mostrar el tunel oscuro que precede a la santidad.

Entre los asistentes, todos en cuclillas y expectantes ante cada movimiento de la botella de Leonardo Favio, no se apreciaba nada sospechoso, a no ser por una gorda que aprovechó la ocasión para –siempre agachada– correrse a un costado la bombacha percudida de tanto flujo rancio y, previo “te alabamos Señor” casi a los gritos, procedió a echarse un tereso negro y duro como el paragolpes del Vivace que estaban bautizando. Como tonteando la gorda tomó el borde de una cortina bordada con hilos de oro y, apretándosela contra la zanja, primero ahogó un pedo y luego se pegó una felpeada que transformó a la tela sagrada en un chiripá desbordante de chococrispis (de Kellogs, claro).
“Y con este manantial que es amor del amor, agua del agua y vejiga de la vejiga, te liberamos de las tinieblas que te han recubierto las partes blandas de la eternidad y saludamos tu ingreso en la luz que cura”, chilló el padre Favio, para después levantarse la sotana, pelar un maní


Pero todo momento feliz tiene su final. En una de las idas y vueltas del dedo, el anciano aprovechó el momento de goce del ciruja para pegar un fuerte tirón. La uña salió cargada con un confite del tamaño de un alfajor Fantoche de chocolate triple. El Vivace ya no aceleraba. Y los párrocos enderezaron el cogote para ver cómo el viejo emprendía el pique hacia la vereda.
A dos pasos de la puerta, el anciano giró la cabeza, miró a Nelson, que ahora yacía en cuatro patas y ya que estaba se había dispuesto a poner un huevo fecal para que los curas lo empollen en sus narices, y lanzó un ‘croto hijo de mil puta, usted ha pecado: tiene el moño roto y con su aro de mierda me ha agarrado’. La última palabra le costó la huida. Impulsado como si alguien le hubiese apoyado una pava caliente en el glande, el Bebe Mario saltó encima del viejo, lo agarró de un brazo y, tras hacerle apoyar las manos en el radiador caliente del fiturri, le bajó el slip con un escudito de Temperley para empezar a bombearle aire con su matafuego polinizador.
Para cuando llegó Singollete, el anciano ya se había comido 107 puñaladas de carne y había engordado 8 kilos por la cantidad de guasca que el Bebe Mario había vertido en su silo intestinal. ¡Pá! Una tetilla del sargento aterrizó en la taza que acumulaba las hostias. “Buen trabajo, mogólicos”, los felicitó el oficial. Nelson, mientras tanto, olía la cortina con la que la gorda se había despejado el sócalo. Sin pronunciar palabra, pidió lápiz y papel a un cura. Escribió algo y se lo entregó a Singollete. “Por favor, leelo cuando ya no esté. Es importante para mí que lo sepas”, dijo el mendigo quien, solemne, cortó el pedazo de cortina cagado, lo dobló y ató a una de las tiras de su pantalón. Singollete y el Bebe Mario lo vieron perderse rumbo al Parque Lezama. “Este mugriento es sorprendente”, dijo el comisario, en voz alta. “Sí, la verdad que el tipo te la re pone siempre”, avaló el sargento. “Ahora, qué raro lo de esta nota. A veces sale con un lado sensible que me descoloca”. “¿Y por qué no la lee en voz alta, comisario? A mí también me dio curiosidad”.
“Bueno, a ver: ‘Mi detestable Singollete: déjeme decirle que la misión fue todo un desafío para mí y que espero que aunque no se lo merezca, ojalá esto le signifique un aumento de sueldo o algo así. Mientras tanto, yo estaré rogando por un cacho de fainá en La Continental. Pero no tengo nada contra usted, jajaja. No me la voy a agarrar con...”.
“Pará, ¡qué hacés, Mario! ¡Mario, qué hacés! ¡Soy tu superior, recontra hijo de mil puta! ¡Mario! ¡Soltáme el pantalón! ¡Mario! ¡Marioooooooooooooooooooooooooooooo!”
Bicho Moro